La propuesta del ministro Gabilondo de un gran pacto educativo en España, que es un deber aceptar, nos obliga a reflexionar sobre una situación que deja mucho que desear desde tiempo inmemorial, por supuesto desde antes del rosario de leyes educativas ya en democracia. Veremos si tras la reflexión habrá pacto o seguiremos con la educación ‘regular’.
Ya están decididos los historiadores a considerar que la de España no es tan diferente de las otras historias europeas. Se ha olvidado el «excepcionalismo» y convenimos en que, tras la razonable Transición a la democracia y los subsiguientes cambios de Gobierno, estamos a la altura de nuestro tiempo. Sin embargo se mantiene la duda, porque al menor descuido volvemos a duplicar la cifra media de paro de la Unión Europea, que ya es disparatar; y si nos fijamos en la educación pública, se diría que hijos y nietos del analfabetismo recalcitrante, matriculados en la universidad y todo, hubieran hecho voto de ignorancia. Aun descartando la anormalidad, pues, reconozcamos diferencias de grado en una nación que ha crecido tanto en tan poco tiempo, que a algunos les parece mentira y ni siquiera se lo creen.
A decir verdad, como plantea Carmen Iglesias en el prólogo a un volumen de estudios sobre historia de España, falta el equilibrio que impulsa hacia adelante; equilibrio entre dos extremos: quienes carecen de piedad o empatía para pensar en los demás y quienes se lamentan sobre el ser de España y adolecen de un narcisismo que les hace preguntar sobre el ser particular de su autonomía. Incluso de su ciudad o de su pueblo, diría yo.
Pese a la leyenda negra, exageración aceptada grosso modo por tirios y troyanos, resulta que somos tan europeos como los otros, con nuestras peculiaridades, y acaso más todavía, pues como dice Julián Marías cumplimos en su momento -con Portugal e Inglaterra- el deber especial de Europa que obliga a ir más allá de nuestra frontera. El español está lo suficientemente lejos y cerca de Europa -asegura Luis Díez del Corral en un libro clásico- para no ser parcial y entenderla bien. «Frente a Europa el español siente una mezcla rara de familiaridad y de extrañeza.» Qué duda cabe. Pero si el «ocio forzoso» de ayer, que fue interpretado como pereza congénita por un Washington Irving en Granada y por otros, resurge hoy en tal medida, ¿por qué tanta desmesura? Llega un momento en que la cantidad se convierte en cualidad, apunta Hegel, y pasamos a otra historia; aquí, a la desproporción estupefaciente. Lo que en Estados Unidos se ha dado en llamar, uniendo dos palabras, «funemployed», es decir, parado feliz, para significar la buena vida del desempleado que vive del subsidio, de su familia y del cuento, alcanza en España, sobre todo en Andalucía, proporciones que recuerdan la picaresca. En realidad estamos ante parados falaces, porque ya son demasiados y no faltan «estudiantes» que piden beca y la cobran sin pisar las aulas…
El ministro Gabilondo, catedrático de Metafísica, ha hecho muy bien al proponer un gran pacto educativo en España, porque nos obliga a reflexionar sobre una situación que deja mucho que desear desde tiempo inmemorial, por supuesto desde antes del rosario de leyes educativas ya en democracia. Pronto veremos si tras la reflexión habrá pacto o seguiremos con la educación igual de regular. Pero regular, evidentemente, en la cuarta acepción del Diccionario: de tamaño o condición media o inferior a ella. España ha solido vivir por debajo de sí misma, nos decía Marías en 1966. Pues bien, en cuanto se han comparado y medido, hasta donde es posible, las escuelas europeas, hemos comprobado diferencias que son en realidad aparejos nacionales que ponemos nosotros.
Al menos desde Comenio, uno de los organizadores de la instrucción pública en Europa, se considera que el orden es fundamental: hay que procurar el orden en todo, el orden es el alma de las cosas, etcétera. Pero nuestro sistema público de educación se halla en situación lamentable, como sabíamos antes de que el informe PISA lo certificara reiteradamente, por falta de ese orden principal. Piénsese que la escuela pública carece desde antiguo de la figura de director profesional. Colegios e institutos se resisten a aceptar esa dirección verdadera que existe en todas partes, de Finlandia al Pirineo, y se prefiere -desde dentro y desde la Administración- un colega elegido por los mandados, colega que dirige en funciones, que «coordina democráticamente». Es una suprema expresión de lo que Américo Castro llama «sinautorititis», sufrimiento secular de los españoles, como escribe a Cela en 1963.
El desorden, incoado desde arriba y refrendado por abajo, impide que el calendario escolar sea el mismo para colegio e instituto, como es uso por ahí fuera; ese desorden impide también que institutos y colegios abran sus puertas a la misma hora, en definitiva que las enseñanzas primaria y secundaria trabajen de consuno, vieja aspiración por cierto de la Institución Libre de Enseñanza. ¿Por qué no funciona aquí la educación comprensiva, «todos a una», que funciona admirablemente en Finlandia? A mi juicio, porque los finlandeses no separan a los niños a los diez años, como hacen en Alemania, cuyo Land mejor situado no los alcanza; sobre todo porque su enseñanza, pública en un 95 por ciento, tira hacia arriba, no hacia abajo. También porque su horario, menor, incluye horas de 45 minutos y descanso y reflexión constantes. Aquí nos atiborran -en menos días lectivos- y suspender resulta tan normal como aprobar.
En España, junto a una legítima escuela privada, sufragada por ella misma, ha surgido una espesa red de escuelas concertadas: un híbrido que gran parte de la población elige (previo pago de cantidades que recuerdan las penosas «permanencias»), un concierto legal que si puede ahorrar millones al Estado, hunde fatalmente a la red pública. Yo llamo escuela «desconcertante» a ese híbrido que atrae a personas, a veces humildes, que acaso no se sientan pueblo y que buscan la excelencia fuera de la escuela pública, lo que ya es un vistoso trampantojo. En fin, dejando aparte a las selectas escuelas privadas, el sistema entero que resulta es desconcertante, y la pública (cuyos maestros y profesores con frecuencia tampoco tienen a sus hijos dentro) empeora por necesidad, porque no hay pacto y tensión hacia arriba sino todo lo contrario: separación, negligencia, aburrimiento. El Tribunal Supremo norteamericano, que a fines del XIX estableció que el negro era igual y debía ir a la escuela pero separadamente, equal but separate; ese Tribunal rectificó medio siglo después comprendiendo que la separación no significa igualdad y obligó a las escuelas de blancos (mediante el autobús escolar por ejemplo) a admitir la debida proporción de niños de color: separate is not equal.
Aquí estamos fabricando excelencia y vulgaridad por separado; vulgo en cantidad nada negligible. De Marsilio de Padua a Zubiri sabemos que la sociedad no tiene realidad sustantiva; el cuerpo social está compuesto de individuos y cada cual tiene su alma en su almario. Véase la universidad, donde las dos minorías de estudiantes, buenos y malos, tiran de la mayoría de regulares, que se inclinan en una u otra dirección, según les dé el aire, aunque aquí y ahora parece que priva lo inferior. Es un deber urgente aceptar el pacto que propone el ministro, para que nuestra educación pública no desmerezca de la europea.
(Julio Almeida es profesor de Sociología de la Educación en la Universidad de Córdoba)
Julio Almeida, ABC, 23/9/2009