Quienes hayan concebido la nueva asignatura como una ocasión para educar buenos ciudadanos, están hoy de enhorabuena. Por el contrario, es fácil concluir que no lo estarán ni aquellos que se empeñaron en equivocarse una vez más -impulsando esa objeción desatinada- ni los que esperan que bajo la coartada de la educación se cuele en realidad la manipulación.
La verdad es que no eran necesarios 29 jueces hechos y derechos para obtener las acertadas conclusiones a las que los miembros de la sala tercera del Tribunal Supremo llegaron el miércoles por abrumadora mayoría en relación con el ya cansino asunto de la Educación para la Ciudadanía.
De hecho, confío en que podrán perdonarme la inmodestia si no resisto la tentación de recordarles que en el artículo que publiqué en esta columna el pasado 10 de septiembre sobre la cuestión de la objeción (artículo que puede consultarse en la hemeroteca de la edición digital de este periódico), sostuve una posición coincidente, pe por pa, con los dos grandes principios contenidos en la sentencia del Supremo recientemente conocida: que «la asignatura no puede ser objetada ni por lo estudiantes ni por sus progenitores» y que las materias a impartir deben «pivotar esencialmente sobre las normas básicas del sistema democrático y el mundo de valores en que se fundamenta».
Como era de esperar, algunos dirigentes políticos y algún medio se han tomado gran trabajo en destacar solo la parte de la sentencia que perjudica las irresponsables expectativas de un PP en este tema echado al monte: la que señala que no cabe la objeción, pues la existencia de la asignatura impugnada no vulnera ni el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones ni la libertad religiosa e ideológica.
La realidad es, sin embargo, que el Supremo añade a ese pronunciamiento otro ulterior, llamado a tener mayor trascendencia hacia el futuro, para la progresiva definición del contenido de la materia objeto de litigio: que la Educación para la Ciudadanía deberá centrarse en los principios y valores constitucionales, sin que puedan imponerse a los alumnos criterios morales o éticos que son objeto de discusión en nuestra sociedad.
¿Es esto posible? Lo es, sin duda, y lo irá siendo más y más a medida que editores y docentes vayan asumiendo que de lo que se trata es de formar ciudadanos y no de manejar a los alumnos para que se conviertan en seguidores del pensamiento de quien les enseña la materia. Entre tanto habrá, por supuesto, que corregir todos los excesos sectarios y todas las tentativas de adoctrinar a los estudiantes en un sentido o en el otro que pudieran producirse.
Por eso, quienes hayan concebido la nueva asignatura como una ocasión para educar buenos ciudadanos, están hoy de enhorabuena. Por el contrario, es fácil concluir que no lo estarán ni aquellos que se empeñaron en equivocarse una vez más -impulsando esa objeción desatinada- ni los que esperan que bajo la coartada de la educación se cuele en realidad la manipulación.
Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 30/1/2009