ÁLVARO VARGAS LLOSA – ABC – 14/05/17
· «El país líder del mundo libre no debe prescindir de un marco de referencia moral»
El secretario de Estado norteamericano, Rex Tillerson, ha pronunciado una frase monumental: ha dicho que, en la política exterior de Trump, los intereses prevalecerán en distintas circunstancias sobre la libertad o «la forma en que se trata a las personas». Es el gran asunto de la política exterior: ¿intereses o valores?
Ha habido idealistas que hicieron de la defensa de los derechos humanos el santo y seña de su diplomacia. Carter hizo abrir una oficina especial para eso que aún existe y privó a la Suráfrica del apartheid de piezas de repuestos para su armamento. Pero los idealistas a menudo tuvieron dos varas de medir. El propio Carter toleró en el sandinismo las atrocidades que vituperó en Somoza. Bush padre defendió los derechos humanos para los chinos hasta que sucedió la masacre de Tiananmen y se negó a aplicar medidas contra Pekín. Ford firmó el Acta de Helsinki… junto a la URSS y la RDA.
Otras veces, los idealismos provocaron carambolas incontrolables. Carter y Reagan apoyaron a los mujahidin que resistían contra el invasor soviético en Afganistán, pero de allí salieron luego los terroristas islámicos.
¿Cuándo pasó la defensa de ciertos valores a animar la política exterior? Quizás en la guerra de 1898 contra España, cuando McKinley denunció los campos de concentración y el presidio político en Cuba para justificarse. Luego Teddy Roosevelt dio a sus ambiciones imperialistas una motivación moral: llevar la civilización a los demás. Hasta allí, la naciente moralidad de la diplomacia norteamericana invoca valores cristianos. A partir de Wilson, el idealista máximo, invoca la democracia y la autodeterminación de los pueblos.
A menudo la política exterior ha sido inconsistente con estos valores. Pero Estados Unidos sentía la necesidad de que figuraran como inspiración y aspiración. Había que honrar a los dioses a la hora de dormir aun si bajo las sábanas uno retozaba con demonios. Había que invocar la autodeterminación de los pueblos aun si el propio Wilson intervenía militarmente en México, Nicaragua, Haití, Cuba, República Dominicana y Panamá.
El idealismo plantea tremendos dilemas: ¿hasta dónde llevarlo en los hechos? Clinton intervino, invocando valores supremos, en Somalia (1993), Haití (1994), Bosnia (1995), Irak (1998), Afganistán (1998), Sudán (1998) y Kosovo (1999), pero no movió un dedo ante el más brutal de todos los desafíos a los derechos humanos: el genocidio de un millón de personas cometido por los hutus en Ruanda. Obama anunció una política exterior respetuosa, pero multiplicó exponencialmente el uso de los drones en Somalia, Libia, Afganistán, Pakistán y Yemén. Admitió que murieron 116 civiles inocentes; para el Bureau of Investigative Journalism quizá fueron ochocientos. Con estos antecedentes, ¿es la definición de Tillerson de la política exterior de Trump una sinceridad o una inmoralidad? Es un grave error, un deicidio. Aun si en la práctica los valores no siempre pueden ser defendidos, el país líder del mundo libre no debe prescindir de un marco de referencia moral, un patrón ante el cual juzgar y ser juzgado.
A la larga, intereses y valores no estarán demasiado enemistados, como esa Constitución estadounidense que avaló la esclavitud pero acabó aboliéndola. Además, hay una elemental responsabilidad del país líder para con las víctimas. Si los victimarios, como Putin o Erdogan, se ven despojados de toda presión moral por parte de Trump, su tarea será más fácil. Walter Lippman dijo que el «supremo error espiritual» de Wilson fue «olvidar que somos hombres y pensar que somos dioses». En parte, fue cierto. Pero peor que ese idealismo irreal es matar a los dioses. Los necesitamos vivos para avergonzar de tanto en tanto a nuestros líderes.
ÁLVARO VARGAS LLOSA – ABC – 14/05/17