JUAN VAN-HALEN, ESCRITOR Y ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LAS REALES ACADEMIAS DE HISTORIA Y BELLAS ARTES DE SAN FERNANDO
EN España parece abrirse paso la idea de que la juventud es un valor en sí misma y supone singulares aptitudes para resolver los problemas. Se prefiere el experimento a la experiencia y se diría que avanzamos hacia una cierta efebocracia. Se da por cierto que el neologismo lo acuñó Ortega en 1927, mientras que pensadores como Mannheim y sobre todo Mentré añadieron el concepto de generación a los de clase, grupo político, adscripción religiosa o carácter étnico. La actividad política de los jóvenes se observó con atención comúnmente por su equipaje de solidez intelectual, no por la mera cronología. Personajes que habrían de protagonizar páginas relevantes brillaron con luz propia ya en su primera juventud.
Con los años, y últimamente más, vivimos el latido de una rampante forma de efebocracia con cierta inquietante particularidad respecto al pasado, ya que a estos jóvenes que cabalgan a paso de carga por la política no se les exigen biografías luminosas, altura intelectual o servicios a la sociedad, sino que se aprecia sobre todo su edad, aderezada en apariencias externas con cierto aire de desfile de modelos. Se valoran en ellos el físico, la telegenia y la labia como supuestas garantías de eficacia en la dirección de los asuntos públicos, pero esas serían cualidades apreciables en un casting de vendedores. En este paisaje aparecieron tres líderes y candidatos a presidente del Gobierno: Sánchez, 44 años; Iglesias, 37, y Rivera, 36.
Adolfo Suárez presidió el Gobierno a los 44 años desde una dilatada experiencia de gestión, como la tenían Leopoldo Calvo-Sotelo con 55 años, José María Aznar con 43 y Mariano Rajoy con 56 cuando llegaron a La Moncloa. Felipe González fue presidente con 40 años sin experiencia alguna de gestión; la excepción que confirma la regla. Supongo que muchos cachorros de partido aspiran a ser excepciones. Los partidos guardan un cupo en sus listas electorales y en su asignación de cargos públicos para miembros de sus organizaciones juveniles, lo que es razonable. No lo es tanto que en ciertas formaciones políticas se vislumbren cada vez más recelos o pugnas entre generaciones; una lógica de las prisas.
La tendencia efebocrática ha encontrado su más reciente puntal en ese populismo encubridor de un leninismo resucitado. Detrás de cada fervoroso miembro de la «nueva política», de sus críticas a los políticos que consideran convencionales, late el regusto de convertirse en uno de ellos. El paso de la caspa a la casta es una aspiración que puede disfrazarse hasta que su evidencia primero chirría y luego grita. El alboroto callejero del que no pocos de estos jóvenes proceden, por mucho ruido que haga, no representa la opinión de las mayorías ni sustituye a las urnas. Es conocida la apreciación de Jardiel ante las manifestaciones universitarias de los años treinta: «Los estudiantes salen a la calle a derribar gobiernos y a lo más que llegan es a derribar tranvías».
Hace tiempo que reitero la conveniencia de que quien acceda a responsabilidades públicas lo haga desde una experiencia profesional constatada, por corta que sea. Debería llegarse con las correspondientes cotizaciones previas a la Seguridad Social en cualquier trabajo ajeno a la política y un mínimo de reconocimiento social. Cuando se acepta una labor pública que paga el contribuyente habría que ofrecer cierta garantía anterior. Si se hubiese seguido ese prudente principio me temo que ciertos componentes de la mal llamada clase política no pertenecerían a ella.
La veteranía no se apoya en hipótesis de aptitudes no probadas, sino en trayectorias contrastadas. Por esos mundos han cundido y cunden los ejemplos de activa madurez en política. Eisenhower, Churchill y De Gaulle, como Adenauer, De Gasperi, Robert Schuman, Jean Monnet y Paul Henri Spaak, los padres de una Europa hacia su unidad, sirvieron altas responsabilidades con avanzada edad. Ronald Reagan llegó a la Casa Blanca con 70 años y la dejó con 78. François Mitterrand abandonó el Elíseo con 79. Theresa May ocupó el 10 de Downing Street con 59 años. Jeremy Corbyn, el contestado líder laborista, tiene 67, y Angela Merkel 62, como François Hollande. Hillary Clinton cuenta 69 años, y Donald Trump, 70. Un caso extremo de ancianidad activa en política fue Giorgio Napolitano, reelegido presidente de la República Italiana a los 88 años. En España casos como casi todos los citados habrían chocado con la moda y el canon. Habrían estado anatemizados. Nuestros populistas, tratando de encajar su inesperada realidad electoral del 26 de junio, llegaron a la conclusión de que la culpa era de los votantes incultos o viejos que según ellos apoyaron a Rajoy. Las redes sociales recogieron muestras de su ardor: «La esperanza de la izquierda española es que mueran todos los viejos de mierda que todavía votan». (26 junio 2016). «A mi parecer hasta que no mueran varias generaciones no será posible que PP o PSOE dejen de estar en cabeza» (27 junio 2016). «Cuando se mueran todos los viejos entonces hablaremos de cambio» (26 junio 2016). No piensan que cuando se mueran todos los viejos ellos mismos lo serán, a no ser que deseen un exterminio a fecha fija. En el otro lado del paisaje político, el de los zigzagueantes y contradictorios, Albert Rivera había proclamado el 12 de mayo de 2015 que los mayores de 35 años (curiosamente su edad) no estaban avalados para ejercer la política, ya que a su juicio «el futuro de España sólo puede ser asumido por quienes ya nacieron bajo la democracia». La inmadurez le llevó a desterrar de las decisiones sociales a un muy amplio sector de españoles.
Las mieles de esta tendencia a la efebocracia, su sobredimensión, se superarán. Obviamente, su crítica no supone una apuesta por la gerontocracia; sería caer en otro error. Hemos de creer en la democracia sin preferencias de calendario vital. La política debe llamar a los mejores, a los que hayan servido a la sociedad y quieran seguir sirviéndola con honestidad y celo. Escribo desde la veteranía de quien llegó a las tareas públicas con un amplio camino profesional recorrido desde el respeto a aquellos, tantos, de cuya experiencia aprendí. El servicio a los demás desde la labor política es un menester honroso que por el desvío y la desvergüenza de corruptos, personas con nombres y apellidos y no del conjunto ni de la mayoría de los políticos, está bajo mínimos en la consideración social, y la política debe reaccionar para que cambie esta opinión desgraciadamente generalizada.
La respuesta de los partidos debe abrir caminos y habrá de incluir, junto a la lealtad a principios y valores y el servicio al interés general, la profundización democrática interna, de modo que no prevalezcan los personalismos y se limiten la obediencia debida o la reverencia ciega. Es una aspiración no fácil de conseguir, pero no es una utopía. Y sin atención a la fecha de nacimiento más allá de lo razonable.