La laicización de uno de los últimos reductos de la política democristiana europea, el PNV, ha contribuido a la secularización de la Iglesia. El relevo lo tomará una Iglesia de respuestas incuestionables a los dilemas morales de la sociedad. La decisión está tomada: la Iglesia puede y debe pronunciarse sobre todo cuanto suceda, y a partir de ahora lo hará también en Euskadi.
La imagen de Juan María Uriarte abrazando a la presidenta del Parlamento Vasco, Arantza Quiroga, ha quedado como la instantánea de su despedida al frente del Obispado de San Sebastián y, también, como el final de un prolongado ciclo para la Iglesia católica vasca. José Ignacio Munilla Aguirre no era precisamente el sucesor que le hubiera gustado a Uriarte. Pero la gran paradoja de su magisterio y del de Setién es que no sólo no han conseguido que las diócesis vascas pudieran autodeterminarse en la elección de sus obispos, sino que ni siquiera han logrado que el Papa viera dentro de España una «provincia» católica distinta a España misma. El cambio que encarnan Munilla en Gipuzkoa e Iceta en Vizcaya es ya irreversible. Es cierto que se ha impuesto la corriente jerárquica que consagró la unidad nacional española como «valor moral». Pero su explicación de fondo es la estrategia dominante en el seno de la Iglesia católica, que ha constatado riesgos de dilución doctrinal, de carencia de nuevas vocaciones para el sacerdocio y de pérdida de referentes fácticos a causa de una práctica más condescendiente con la moral social dominante, y ha decidido apretar sus filas para dar mayor cohesión interna al apostolado.
El «dolor» con el que dijo despedirse Juan María Uriarte hace referencia a los reproches que su ejecutoria y, en especial, la de José María Setién han recibido en cuanto al trato dispensado a las víctimas del terrorismo. Nadie puede decir en este país que llegó a tiempo para condenar el terrorismo y la doble victimización que se producía a causa de los atentados y del olvido al que eran sometidas las personas objeto de los mismos. Pero la Iglesia católica en Euskadi tardó demasiado en reaccionar ante la extrema injusticia que representaba la persecución y el asesinato del prójimo. Su disposición a contextualizar la comisión del crimen apelando a una «verdad» superior a tan descarnada evidencia, la dificultad mostrada para constatar algo tan presente en la moral cristiana como la culpa, su renuencia a exteriorizar la compasión, y las periódicas manifestaciones que equiparaban la violencia ejercida por ETA con otros déficits acabaron lastrando a la propia Iglesia católica, preocupada en no perturbar a los parroquianos que pudieran sentirse interpelados por una voz más resuelta.
Pero Munilla no viene a redimir retrospectivamente a las víctimas del terror. Regresa a su tierra a desempeñar otra tarea, atendiendo a los intereses de la Iglesia de Roma. Los seguidores de Uriarte experimentan una doble desazón en este momento de relevo. Por una parte, sienten que el cambio acabará empujándoles a los márgenes de la comunidad eclesial. Pero además se lamentan de la ingenua esperanza que Uriarte mantuvo hasta el final de procurar del Vaticano un nombramiento distinto al de Munilla. El ‘efecto Munilla’ se basa en la imposición de la disciplina interna en un club cuyos estatutos no pueden ser reescritos a conveniencia más que por el propio Vaticano. En el fondo, es la misma disciplina a la que, por sus votos, se habían sometido Uriarte y Setién. Ninguna rebelión es posible, porque nadie osaría ni podría romper la Iglesia católica en estos tiempos de ecumenismo de oportunidad.
Se veía venir. El balance de la secularización de la Iglesia dirigida por Setién y por Uriarte representa un fracaso a los ojos del Vaticano, sin nuevas vocaciones para el sacerdocio. Es lo que tiene abrir las puertas al exterior: que se convierte en una vía de salida sin entradas. Nada más elocuente que la nómina de los sacerdotes guipuzcoanos, con una media de edad de 72 años y una plantilla activa que no supera el centenar de curas. El ensayo de una Iglesia distinta, dispuesta a cederlo todo menos algunos atributos pastorales que, además, resultaban en parte hirientes, ha llegado a su fin. La laicización de uno de los últimos reductos de la política democristiana europea, el PNV, ha contribuido a ello. El relevo lo tomará una Iglesia de certezas, de respuestas incuestionables a los dilemas morales que presente la sociedad. Una Iglesia más segura de sí misma, en la que no cabrán ni los interrogantes ni el escepticismo. Sus fieles siempre encontrarán quien despeje sus dudas sin ambigüedades. Es lo que tiene el recurso a la espiritualidad. Permite solventar cualquier dilema moral recabando que lo resuelva el pastor.
Claro que, y es en este punto donde se produce la segunda paradoja del tránsito entre Uriarte y Munilla, el pastor será sensiblemente más joven que sus predecesores; más activo y proselitista que ellos. Dentro de poco daremos noticia de que, en vez de cinco, la Iglesia católica guipuzcoana ya cuenta con veinticinco seminaristas. Siguiendo el deseo expresado por el propio Uriarte, es seguro que Munilla redescubrirá y potenciará «la riqueza que el Espíritu ha ido dejando en su viña de Gipuzkoa». La decisión está tomada: la Iglesia católica puede y debe pronunciarse sobre todo cuanto suceda, y a partir de ahora lo hará de manera inequívoca también en Euskadi.
Kepa Aulestia, EL DIARIO VASCO, 9/1/2010