ABC 18/10/16
DAVID GISTAU
· Si dejar de fumar es difícil, dejar de odiar, y de odiar, además, constituye un vicio más difícil aún de abandonar
DURANTE los años noventa, me contaron que el cartel que anunciaba la entrada en Vizcaya desde Cantabria estaba acribillado a balazos. Nunca pude comprobar si era cierto, pero me dijeron que los disparos los hacían escoltas y guardias que todos los días iban al País Vasco a trabajar pero vivían en los pueblos cántabros colindantes, e incluso en Santander, para mantener a sus familias a salvo del odio y la opresión social. Los rapsodas de la «normalización» de buena fe probablemente anhelaban un País Vasco en el que los guardias civiles no tuvieran que vivir encerrados como en un fuerte de las guerras indias o al otro lado de una frontera autonómica. Probablemente fantaseaban con un País Vasco en el que un guardia pudiera salir a tomarse una copa con su novia sin tensarse cada vez que se abriera la puerta del establecimiento (no digamos si está en Navarra). El tremendo episodio de Alsasua, donde los guardias ya ardían en efigie como los fugados de la Inquisición, es un golpe duro para semejante anhelo, así como para el «relato» oficial de «tó er mundo e güeno» y sólo los muy vengativos y cerriles pueden oponerse a este otro abrazo de Genovés.
La horda linchadora de Alsasua, con su repugnante mezcla en el hálito de calimocho y épica de mural, con esa coartada política que han encontrado para que el impulso de arrojar la cabra desde el campanario parezca otra cosa, puede ser un anacronismo y puede no serlo. Puede significar que la claustrofobia sociológica de los pueblos envenenados de odios y chivatos que antaño vigilaban a los vecinos condenados por ETA permanece intacta, sin mayores afanes rehabilitadores, tan sólo menguada en su capacidad de percusión por el fracaso de los terroristas. Si dejar de fumar es difícil, dejar de odiar, y de odiar, además, en feliz cohesión gudari, constituye un vicio más difícil aún de abandonar.
Hacía mucho tiempo que un suceso relacionado con lo que se dio en llamar el «terrorismo de baja intensidad» –que lo fue de alta para los guardias y sus novias violentados por la turba– no obligaba a los partidos a retratarse en términos morales. La ambigüedad de Podemos, su reticencia a condenar más allá de algunas loables manifestaciones personales de Echenique, revela no sólo una coincidencia en los prejuicios ideológicos que proviene del concepto de patente de corso revolucionaria. Revela también que Podemos está decidido a vertebrar, con todos los partidos gamberros que haya extramuros, empezando por los independentistas, una coalición tribal de los anticonstitucionalistas que aproveche la desaparición del PSOE para devolvernos a una fragmentación primaria parecida a la de la Guerra Civil. Aquí ya hablamos de lo difícil que fue la construcción de la tercera España cuya nueva desaparición necesita esta izquierda tan antagonista de las convenciones del ciclo del 78 que ha recuperado hasta el cliché de que la portación de uniforme obliga a hacer ambiguas y reticentes las condenas de la violencia.