FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO
El autor subraya que parte de las actuales contraposiciones entre izquierdas y derechas confirman cómo la inercia psicológica se impone a la reflexión; el celofán es el mensaje.
Las trazas se sembraron en aquella hora: a un lado, los recelosos de la democracia, los partidarios del Antiguo Régimen, del poder despótico y la desigualdad encarnada en los órdenes estamentales; al otro, quienes apostaban por acabar con el poder arbitrario, la libertad, la igualdad entre los ciudadanos y la voluntad popular de la nación. Las derechas y las izquierdas. Sobre esa urdimbre se forjaron las conquistas de la izquierda durante la mayor parte de su historia, que se confunde con la historia de Europa (Geoff Eley, Un mundo que ganar: historia de la izquierda en Europa, 1850-2000). Se confunde tanto que, con el tiempo, su programa fue asumido por muchos de los otros, aunque a todos les costara reconocerlo: a unos que sus ideas se habían impuesto; a otros, que habían llegado más tarde.
La anécdota espacial, la dificultad para reconocer las victorias propias o lo méritos ajenos y alguna otra cosa más que ahora no viene a cuento están en el origen de una deriva supersticiosa que se ha querido dignificar ideológicamente. A partir de cierto momento, no hace mucho (toca volver a leer Las Contradicciones culturales del capitalismo de Daniel Bell, brillante como solo lo son los ex trotskistas), nos aferramos a la fascinación de las palabras y nos olvidamos de la realidad. Es algo parecido a lo que sucede con el efecto ancla de los psicólogos: nos atamos a una referencia inicial y, fijada ésta solo admitimos variaciones menores, de decimales, no sustantivas. Opera, por ejemplo, cuando nos dicen que en una batalla han muerto 2.000 personas: contemplamos que pudieran haber muerto 1.000 o 3.000, pero en ningún caso 30 o 200.000. Nos pegamos al número y todo gravita en torno a él, como bien saben los comerciantes, a cuenta de las rebajas, y los gobiernos, a cuenta de manifestaciones, huelgas y batallas.
En los negociados políticos el proceder es común. Sucede, por ejemplo, en el trato hacia la Rusia de Putin, que nada tiene que ver con la URSS: no faltan socialistas que la defienden y, sobre todo, abundan otros que la atacan por inercia, porque Rusia es comunismo, en una equiparación no muy diferente, por cierto, a la que otros establecen entre España y franquismo. Siguen en la Guerra Fría, instalados en el guion de un inexistente conflicto ideológico, al modo como aquellos soldados japoneses que 30 años después de la Segunda Guerra Mundial todavía seguían pendientes de los desembarcos de las tropas aliadas en perdidas islas del Pacífico.
Buena parte de las actuales contraposiciones entre izquierdas y derechas confirman cómo la inercia psicológica se impone a la reflexión sosegada: se cuelga la etiqueta y poco importa el producto. El celofán es el mensaje. Si, pongámonos en un delirio, un historiador descubriera que, en realidad, la ubicación en la Asamblea era exactamente la contraria y que los situados a la izquierda estaban por la reacción, no descarto trastornos psicológicos irreparables ante los intentos de reasignar las etiquetas. Basta con ver las estúpidas sonrisas de tantos cuando descubren que el lado izquierdo del cerebro es responsable de cierto talento. El piñón fijo opera con independencia de cómo sean las cosas, incluso aunque sepamos que no lo son.
A mi parecer algo de eso se produce a diario entre nosotros. Resultaría interesante presentar a comentaristas de distintos gremios, programas y discursos de dirigentes políticos, vaciados de toda mención local de siglas, de fechas, nombres y autorías a ver si atinaban a la hora de adscribirlos ideológicamente. Como no me alcanzan ni los recursos ni la paciencia para la ciencia seria, les invito a un experimento que no requiere más que echar un rato en internet. Cojan el discurso de Rajoy cuando Ibarretxe acudió al Parlamento con su plan secesionista. Luego hagan lo mismo con los de ERC, la CUP o las diversas variantes de HB. Tachen cualquier referencia hispánica y paséenlo entre estudiantes de ciencia política del mundo o entre amigos no muy atentos a nuestras tribulaciones. O si tienen talentos espiritistas convoquen a Marat o a Marx, a ver qué dicen. No es el único experimento concebible: pregunten, si está en su mano, a Chomsky cómo calificaría a partidos políticos que defienden las apelaciones a la etnia o a la identidad cultural para limitar la redistribución o la posibilidad de desvincularse de las decisiones democráticas. Y, luego, si acaso, con la respuesta en la mano, le remiten uno de esos documentos que tan alegremente remata con su firma en defensa de esas mismas ideas.
Así que mejor desprenderse de las calificaciones urgentes, sobre todo si se trata de autocalificaciones. El Partido Nacional socialista acabó con los socialistas, el PRI con cualquier atisbo de revolución y al Partido Carlista le interesaba más el socialismo de Tito que la monarquía. Si les queda alguna duda repasen los programas y los principios del Partido Social Demócrata portugués, el Justicialista o la Unión Cívica Radical Intransigente argentinos o el de la Justicia y el Desarrollo turco. Raro sería que encuentren alguno de los principios que honran con sus nombres.
En España el trastorno es superlativo. Sin ir más lejos, reparen en el extendido despropósito de asociar centralismo a derecha. No hay por dónde cogerlo. Si cada autonomía tiene competencias fiscales, nadie las tiene, como se ha confirmado con el impuesto de sucesiones. La rivalidad entre ellas supone, de facto, la desaparición de la redistribución. El cultivo, la recreación, de las señas de identidad, es una estrategia nada disimulada para minar la igualdad entre los ciudadanos: aquí solo trabajan los aborígenes. Los bienes públicos, no hay modo de cuidarlos cuando cada uno puede oficiar como free rider.
NADIE puede aplicar políticas ambientales o laborales cuando cada autonomía, para atraer empresas, compite con las demás. Con plena descentralización se tornan en quimera la planificación, la coordinación o el potencial negociador frente a las grandes empresas. Piensen en la tarjeta sanitaria única, el sistema de trasplantes o la negociación de los precios de medicamentos. Eso, por limitarnos a la sanidad. Pero lo mismo vale para seguridad social, planes hidrológicos, seguridad o sistemas de transportes. En fin, lo de Hobbes: el Estado como solución al dilema del prisionero. La historia es antigua. Sí, de nuevo, la Revolución francesa. Lo recordaba Gabriel Tortella en estas mismas páginas: «Para los jacobinos, el progreso exigía crear una nación sin distingos ni barreras, donde predominaran la libertad y la igualdad, haciendo tabla rasa de las complejas divisiones estamentales y territoriales del Antiguo Régimen». Pues eso.
Y ahora, fijadas las coordenadas conceptuales, enmarquen a las distintas opciones políticas, a ver qué les sale de derecha y qué les sale de izquierda. Una pista: el ideario más reaccionario, en sentido literal, el que nace como reacción frente a Ilustración y la Revolución francesa, se sostiene en un único principio: las fronteras políticas se han de sostener en identidades. Ni se redistribuye ni se vota con los diferentes. Y ya, si les sobra un rato y quieren completar el ejercicio, relean el discurso del Rey del 3 de octubre y lo comparan con la justificación de Sánchez cuando opina sobre el indulto a los golpistas: él decidirá, una vez conozca la sentencia, según su parecer político. A ver quién le sale republicano y quién déspota.
Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).