José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- El 1-O de 2017 sembró la semilla del distópico pacto de investidura de Sánchez al frente de un Gobierno que se apoya en las fuerzas secesionistas y en la izquierda extrema, y que está capotando vertiginosamente
Si fuese cierta la reflexión de Churchill según la cual el «éxito es aprender a ir de fracaso en fracaso sin desesperarse», los independentistas catalanes no cumplirían esa regla de conducta que propugnaba el político británico. Cinco años después de la celebración traumática del referéndum ilegal de autodeterminación, los separatistas se han sumido en una espiral de enfrentamiento que es típica en la convivencia política de las organizaciones nacionalistas que luchan por imponer su hegemonía patriótica y administrar el poder y que difieren en los medios, aunque converjan en los objetivos últimos.
El 1-O de 2017 fue un fracaso para el independentismo. Total, y sin paliativos, aunque no solo para los que promovieron aquella asonada sediciosa. Artur Mas, el responsable más evidente del proceso soberanista, el más moralmente culpable del desastre, por frívolo e incoherente, declaraba el pasado jueves en ‘La Vanguardia’ que «el proyecto soberanista desde 2017 va a la baja» y enfatizaba que «no tenemos ni el objetivo final compartido, ni la manera de llegar ni tampoco liderazgos reconocidos». Nada que añadir, señoría. Eso es cantar la palinodia.
El problema de los separatistas es que no saben cómo salir del fiasco en el que ellos solos, temerariamente, se introdujeron. Podían haberlo hecho sin «desesperarse», como aconsejaba Churchill, pero están, efectivamente, desesperados y desesperanzados porque lo que pretenden no es viable. Y no lo es desde el punto de vista constitucional, ni desde el social, ni desde el económico, ni desde el cultural. Ni por la vía canadiense, ni por la escocesa, ni por la unilateral ya ensayada y errada. Además, han demostrado que anteponen el irredentismo al bienestar de Cataluña al priorizar su lucha de poder a la gestión de los problemas de una comunidad vapuleada por la irresponsabilidad de su clase dirigente. Tanto es así que el 73% de los catalanes encuestados los pasados 27 y 28 de septiembre por Metroscopia considera como “improbable” que regresen a Cataluña las empresas que, a propósito de los hechos de octubre de 2017, trasladaron sus sedes a otras comunidades españolas.
El panorama de la Cataluña de hoy es sombrío. El territorio español más promisorio hace apenas un cuarto de siglo se diluye en un disenso cainita al que se subordina la gobernación de la comunidad. Los que huyeron después de la fechoría, Carles Puigdemont y su entorno, se han convertido en radicales de extrema derecha, y otros, en dinamiteros como el expresidente de la Generalitat, Quim Torra, o la expresidenta del Parlamento, Laura Borrás. Mientras, ERC y Aragonès —con Oriol Junqueras en las bambalinas— después de haber pujado por la subversión el 27 de octubre con aquella fugaz pero cierta declaración unilateral de independencia, se han acogido a la amable consideración del PSOE de Sánchez, que les ha ofrecido cobertura, protagonismo, indultos y el placebo de una mesa de diálogo a cambio de mantenerle en el poder. El secretario general socialista ha sido la opción refugio de ERC —que ahora se nos vende como paradigma del pragmatismo— tras el derrumbe separatista. ¡Ni en sus sueños más húmedos los republicanos pudieron pensar que pasarían de agredir al Estado a condicionar su gobernación!
Hace cinco años, los independentistas sortearon al CNI y a los servicios de información de la Policía Nacional y de la Guardia Civil. Dejaron en ridículo al Gobierno, que prometió que no habría urnas, que no habría papeletas ni se abrirían los colegios electorales. Como escribió José Ignacio Wert, ministro de Educación entre 2011 y 2015, «en términos políticos [el Estado] no fue capaz —por déficit de previsión, por déficit de información o por déficit de decisión— de evitar la representación en que consistió el 1-O y pagó un alto precio en la escena internacional».
De aquel domingo de octubre de 2017 surgieron los males de un PP que perdió la dimensión de partido de Estado y acabó con su presidente expulsado parlamentariamente de la Moncloa mediante una moción de censura. Fueron aquellos hechos los que obligaron al jefe del Estado a su intervención el 3 de octubre, que sirvió para rehabilitar la voz institucional, pero que se utilizó como munición contra la monarquía parlamentaria que Felipe VI, precisamente por su comportamiento de entonces y desde entonces y hasta ahora, está consolidando. Y fue aquel episodio histórico el que a la postre sembró la semilla del distópico pacto de investidura de Sánchez al frente de un Gobierno de coalición que se apoya en las fuerzas secesionistas catalanas y vascas y en la izquierda extrema española, y que está capotando a velocidad de vértigo.
Pero el 1-O solo necesitaba un tiempo de maduración —estos cinco años— para acreditar que fue la madre de todos los fracasos y, al tiempo, un revulsivo que comienza a mostrar sus efectos. La crisis en el Gobierno de la Generalitat es un ejemplo; lo es la precariedad y el desconcierto del Gobierno central, del PSOE y de las fuerzas de izquierda extrema conniventes con los protagonistas de aquellos hechos sediciosos; lo es la recuperación progresiva del PP —con su histórica victoria el 19-J en Andalucía— después de una larga penitencia y la merma de las expectativas de Vox. Las piezas del puzle van encajando.
Hemos entrado irreversiblemente en un nuevo ciclo. El país tiende a meterse en hechuras. La última ficha del dominó será, muy probablemente, un vuelco electoral, la recesión del separatismo, un regreso lento pero inevitable del PSOE, tras perder el poder, a su proyecto histórico —que es el del socialismo de González, que hará pronto 40 años que alcanzó una victoria electoral plebiscitaria— y el regreso del PP al espacio central de la política española. Al tiempo.