LUIS HARANBURU ALTUNA-EL CORREO

  • Illa no puede presumir de una brillante gestión en el Ministerio de Sanidad como aval para su candidatura a presidir la Generalitat
Es educado, atildado y parece buena gente. Tiene muy buena voluntad y pocas veces levanta la voz; solo lo hace para reivindicarse como un esforzado trabajador y presumir de que trabaja al 101 por ciento. Salvador Illa, ya exministro de Sanidad y candidato a molt honorable president de la Generalitat, es sin duda un fenómeno de la naturaleza. Lástima que no sea él quien nos gobierne desde la Moncloa. Otro gallo nos cantaría. Lo más llamativo de su productividad, sin embargo, es que no solo ha rendido al 101 por ciento como ministro, sino que lo ha hecho a la vez candidato a presidir la Generalitat, lo que eleva su performance al 202 por ciento. A pesar de esta proverbial capacidad de trabajo se ha ganado la inquina de muchos durante su mandato. Sus adversarios afirman que su tarea ha sido caótica y manifiestamente mejorable.

En su pasivo figuran no pocos desaguisados, algunas mentiras y estrepitosos fracasos. Lo peor de todo son los más de 50.000 muertos oficiales por el covid, a los que habría sumar al menos otros 30.000 según varios organismos oficiales. Ahí es nada: 80.000 muertos, de los que más de un tercio ni siquiera tiene el dudoso honor de figurar en las estadísticas oficiales. Pero no solo están los muertos, sino que en su hoja de servicios figura su capacidad para escaquearse y mentir con desparpajo sobre supuestos «comités de expertos» u ocultar la errática contratación de materiales sanitarios que no acaban de llegar o simplemente van directamente a la basura por defectuosos. Cientos de millones contratados sobre los que existe detalle ni transparencia. También es sobresaliente su habilidad para el regate y para esconderse tras el truco de la cogobernanza, último embeleco para engañar a los incautos.

Hurtar el bulto es otra de sus otras habilidades. Ante el avance desbocado de la pandemia y en su negativa a traspasar los instrumentos precisos para frenar su avance, ha argumentado que con los mimbres que las autonomías poseen otras naciones han logrado el confinamiento total de sus poblaciones para, a renglón seguido, afirmar que en última instancia son los ciudadanos los responsables de lo que les ocurre. Como guinda final, el hasta ahora ministro y candidato se ha manifestado feliz y contento con el ritmo de vacunación que todos consideran caótico e ineficaz. «Es el ritmo previsto», ha dicho, dejando en muy mal lugar al presidente Sánchez, que a su vez insiste en que el 70% de la población estará vacunado en verano. A este ritmo no lo estará antes de fin de año. Decididamente, los porcentajes y los tanto por ciento no son lo fuerte del Gobierno que tenemos. Se nota que son gente de letras quienes nos gobiernan.

«Un filósofo en el Gobierno». Así se nos vendió la presencia de Illa en él. ¿Pero dónde escrito que sean los filósofos quienes mejor gobiernan? Hasta Platón llegó a dudarlo, pero en este país de ciegos el tuerto suele ser el rey, con perdón de Felipe VI que, por cierto, goza de una excelente vista. Alguien ha dicho que en este Gobierno faltan ingenieros y sobran licenciados en letras y en Derecho. El único ingeniero entre 22 es Pedro Duque. Y no parece que le hagan mucho caso en un Consejo de Ministros entretenido en capear rivalidades, organizar campañas de marketing y propaganda, insuflar egos y rendir culto al presidente.

Los españoles somos gente muy dada a creer que no nos merecemos los gobiernos que tenemos, pero como crédulos secuaces seguimos votando a quienes más nos prometen, en lugar de hacerlo a quienes son más capaces. No es que nuestras élites políticas sean un desastre, es que no existen tales élites. Existe, eso sí, una casta nutrida a los pechos del Estado, y que en su nula vida civil apenas ha destacado en alguna actividad productiva y considera la meritocracia como reaccionaria y de derechas (o acaso fascista).

No sé si Illa ganará las elecciones y se convertirá en el president de la Generalitat, pero tengo por cierto que ni los catalanes se merecen a alguien que durante un año de Gobierno ha demostrado ser incapaz de gestionar, con éxito, un ministerio que ha acaparado todo el poder y muy escasos resultados. A estas alturas de la película, es obvio que la culpa del desapego ciudadano por la política no la tienen los ciudadanos, sino la probada impericia, fatuidad, narcisismo y pusilanimidad de muchos de los que integran la casta política.

Nos enfrentamos a la difícil tarea de resetear y reformar la economía y la industria de nuestro país con los fondos que Europa nos ha reservado, pero es cuando menos dudoso el que la riada de dinero que nos aguarda vaya a fertilizar e innovar España de la mano de quienes nos han traído hasta esta desventurada situación. La tarea de reconstruir la economía española no es competencia de filósofos, ‘penenes’ o engolados doctores de fortuna. No es preciso que nuestros políticos rindan el 101 por ciento (en la desmesura está la ‘hybris’). Nos conformamos con que sean honestos y trabajadores, como lo son la inmensa mayoría de los ciudadanos que les votan.