Miguel Ángel García Herrera y Juan Luis Ibarra Robles-El Correo
- Catedrático emérito de Derecho Constitucional de la UPV/ EHU y expresidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco
Nacido el 26 de julio de 1875, recordamos en este año de guerras e incendios el 150 aniversario del poeta sevillano. Ese hombre entrañable del que un patio de Sevilla y un huerto con limonero contenían inconmensurablemente los recuerdos de su infancia. Ese hombre que integra, junto a Miguel Hernández y Federico García Lorca, un trío desgraciado. Cada uno de ellos, a su manera, sufrió los embates de la persecución política en la forma de la enfermedad carcelaria, del fusilamiento o de la afección en el destierro. Una dramática pérdida cultural perpetrada por el franquismo en el tiempo transcurrido desde agosto de 1936 a marzo de 1942.
A Antonio Machado le podríamos considerar el poeta de la filantropía, como reconoció en el autorretrato en el que sintetizó su parábola vital hasta su resignada disposición a emprender, casi desnudo -¡no sabía hasta qué punto!-, su último viaje. Esta filantropía se traduce en la delicadeza de los perfiles humanos. Admite que «abunda el hombre malo del campo y de la aldea» y hace comparecer a los hermanos parricidas, a los pedantones al paño, a los que apestan la tierra y a los provincianos con oquedad en la cabeza. Sin embargo, en Machado prima la delicadeza con la que mienta a las piadosas enlutadas viejas, a «las buenas gentes que danzan o juegan, viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos, descansan bajo la tierra». Como afirmó en una entrevista en 1937, «el poeta debe estar siempre con el pueblo. Lo mejor en España es siempre el pueblo». Reconoce su deuda impagable: «Siempre que advirtáis un tono seguro en mis palabras, pensad que os estoy enseñando algo que creo haber aprendido del pueblo».
Pero este Machado también vivió truncadas emociones amorosas. El Yo poético lloró la muerte de su joven esposa Leonor: a sus 37 años va «caminando solo, triste, cansado, pensativo y viejo», compatible con su exclamación «vive esperanza: ¡quién sabe lo que se traga la tierra!»
Un Cupido reincidente le destinó otra vez «la flecha de un amor intempestivo». Su amor cortés con Guiomar (Pilar Valderrama) se inició en 1928. Hay perplejidad en la creación de una relación en «el mutuo jardín que inventan dos corazones al par». El poeta sueña la huida de una diosa y su amante: «Juntos vamos y libres somos». En esta relación platónica se pliega a la particularidad de que el amor es fantasía que «inventa el amante, y más la amada». Y al haberla creado no la puede olvidar. Pero la amistad amorosa será pasto de la historia. Se despiden en 1935, y en 1938 escribe el doliente soneto que reconoce que «la guerra dio al amor el tajo fuerte» y «mi ausencia te acompaña y a mí me duele tu recuerdo, diosa».
En simbiosis con su perfil intimista, su figura se agiganta en su proyección pública. Anhela un futuro para un país todavía carcomido por un pasado de añoranzas. Frente a la España que bosteza, «devota de Frascuelo y de María», alborea una España que nace, la del cincel y la maza, implacable y redentora, joven y sana, de la rabia y la idea, de alegría, luz y riqueza.
Militará en la Liga Española por los Derechos del Hombre, presidida por Unamuno, y apoyará el Manifiesto de la Alianza Republicana. Recordará el 14 de abril de 1931 con estos términos: «Izamos en el Ayuntamiento la bandera tricolor (…) Era muy legítimo nuestro regocijo (…) La República salía de las urnas acabada y perfecta como Minerva de la cabeza de Júpiter».
Después, la guerra, su aullido de dolor por la muerte de Federico (El crimen fue en Granada), su movilización infatigable en defensa de la República. Machado zahiere a los golpistas al considerar la guerra como una «laboriosa y pertinaz traición». En este odio y miedo a la estirpe redentora «alguien vendió la piedra de los lares al pesado teutón, al hambre mora/ y al ítalo las puertas de los mares».
Como autor poliédrico, Machado fue interpretado de formas diversas: intimista esencialista, autor ético y cívico, simbolista. Pero 150 años después, el autor es puerto seguro en el que avituallar. Cuando los «tataranietos» del Gallo Negro reaparecen en tiempos convulsos de guerra y desigualdad, está vigente su pensamiento y su resistencia. En su discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas defiende que una convivencia basada en el trabajo, en la igualdad de medios para su realización, en la abolición de los privilegios de clase, «es una etapa inexcusable en el camino de la justicia». Machado es, pues, emoción del paisaje, paz, trabajo, redistribución, democracia, república, pueblo, filosofía, todo ello en un formato de belleza y sabiduría.