- Debemos aprendernos de memoria esa fecha, porque hay un antes y un después
Debemos aprendernos de memoria esa fecha, porque hay un antes y un después. Hace de jalón que divide nuestras vidas. El mundo en el que vivíamos antes de que Rusia invadiera Ucrania el 24 de febrero y lo que a partir de entonces va sucediendo de una manera radical, ineludible. Como en todas las guerras siempre late la voluntad de los afectados, que se consuelan en la creencia de que será breve. Cuanto más castigados por la desgracia, mayor es la confianza en que durará poco; como un mal sueño violento.
Acaban de cumplirse tres meses y nada presume un final rápido. Todo lo contrario, a tenor de las evidencias de que Rusia no puede perder la guerra, ni Ucrania va a dejar de existir como estado. Lo demás está sujeto a variaciones por más que los comentaristas emitan un discurso más inclinado a convencerse a sí mismos de estar en el lado bueno de la historia que a seguir la realidad tal y como se nos presenta. Ninguna gran potencia nuclear pierde una guerra cuando está en juego su existencia. Puede retirarse con el rabo entre las piernas, como hizo Rusia en Afganistan y luego los Estados Unidos, pero cuando cree que afecta no sólo a sus intereses si no a su territorio la declaración de hostilidades arrasa con cualquier cortapisa. Lo suelen llamar no sin cierto descaro “guerra patriótica”. Los norteamericanos tienen en su haber derrotas humillantes como la de Vietnam, pero mostraron su potencia imperial cuando les tocaron el patio trasero latinoamericano. Lo mismo que hicieron los rusos con Checoslovaquia en 1968.
Hay muchas similitudes en la invasión rusa de Praga, amparada por el fenecido Pacto de Varsovia, y las intenciones de ocupar Kiev, pero los parecidos no deben hacernos olvidar una diferencia capital. La Unión Soviética de Leónidas Breznev no se parece en nada a la Rusia de Vladimir Putin, salvo en el ejercicio de la autocracia. También las dictaduras se diferencian entre sí, y no para bien. Los viejos del lugar, entre los que me cuento, tenemos la invasión soviética de Checoslovaquia del 68 en nuestra memoria política; igual que conservamos el golpe de estado de 1973 contra el presidente electo de Chile, Salvador Allende. No lo aprendimos en los libros; los vivimos y los analizamos. Quizá por todo eso tengamos en mayor valor que el superviviente de numerosos crímenes de Estado, Henry Kissinger, a sus 98 años cumplidos, tenga muchas dudas sobre la política exterior de Norteamérica, lo que es tanto como decir la OTAN y nuestro mundo occidental.
Estamos ante una guerra convencional con armamento sofisticado y nuestras apreciaciones se parecen mucho a las de los comentaristas de la Primera Gran Guerra, cuando lo primero que cabía resaltar era cuán buenos eran los nuestros y qué perversos los malos. Intelectuales como Edgar Morin y Jürgen Habermas se muestran alterados ante el ardor guerrero de los antiguos pacifistas; un síntoma de que la inquietud medio ambiental, verde o ecologista se altera ante una realidad que los sobrepasa. Evocan a los anti belicistas de antaño, que les bastó un día para hacerse fervientes patriotas.
Mientras Putin marca claramente sus intenciones de reducir Ucrania a su mínima expresión, después de haber fracasado en una toma fulgurante de la capital Kiev, ahora ha conseguido cegar las salidas al mar. Ni el Azov ni el Negro existen ya para Ucrania y eso, entre otras muchas cosas, se traduce en cerrarle su gran producto exportable, el trigo. Se necesitan muchos trenes para igualar a un barco y más aún si el ancho de vía no es similar al de los países limítrofes, como es el caso. Y ahí entramos nosotros.
La crisis económica no es una curva sino una pendiente. Y no son sólo las fuentes energéticas si no el conjunto. Cuando el optimismo de Francis Fukuyama reinventó el final de la historia -una bella imagen del nuevo mundo del capitalismo liberal- señaló como primordial la idea del mercado globalizado. Sin globalización no había paraíso. El 24 de febrero de 2022 se rajó el molde globalizador y desde entonces se van cayendo las piezas de ese puzle que se imaginaba tan irreversible como eterno.
Zelenski ha reconocido que la única salida es diplomática, pero sucede con la diplomacia que es una carta que abre el juego -es la primera que se echa en la mesa-, pero luego no vuelve a aparecer salvo al final, cuando la suerte ya está echada. Entremedias trascurre la guerra, las muertes, los victimarios, los discursos y las mentiras. El secreto mejor guardado hasta ahora es el del número de bajas. Los Servicios Franceses lo evalúan en 15 mil por cada bando; una barbaridad a la que hay que sumar la crisis alimentaria y un país arrasado, con futuro incierto.
En eso estamos y la única certeza que tenemos es la de que acabe como acabe la diplomacia no aliviará que seamos más pobres, más frágiles, más dependientes, y con toda probabilidad, menos libres. Bajemos los decibelios del ardor guerrero y mantengamos una cierta llama de esperanza en el pesimismo inevitable