Ignacio Camacho-ABC
- En su voluntad de ser más que nadie, los nacionalismos nunca han digerido la autonomía plena de las demás comunidades
Cuando Andalucía se plantó, hace hoy cuarenta años, contra la asignación de una autonomía de segunda clase, fue por un sentimiento de agravio y de ultraje que empujó a un pueblo de tradición conformista a levantarse para decir, por métodos democráticos legales, que no estaba dispuesto a ser menos que nadie. (Por cierto que las condiciones de aquel referéndum no las superarían hoy los separatistas catalanes: mayoría absoluta en cada provincia contada sobre el total del censo, no de los votantes). Aquella sacudida social que comenzó a cavar la tumba política de Suárez sirvió para desactivar una España de dos velocidades y creó un modelo territorial igualitario que ha funcionado con éxito aceptable a pesar de su posterior desparrame. Los
nacionalismos nunca digirieron bien que el autogobierno fuera accesible a otras comunidades; su actual designio de desmembración no es más que la expresión de una voluntad supremacista de vivir aparte para proteger privilegios particulares. Lo sorprendente es que el partido que lideró aquel combate por una nación de ciudadanos sea el que ahora, bajo el liderazgo de Sánchez, se preste a un nuevo chantaje que en el mejor de los casos puede desembocar en un Estado de estructuras confederales.
Ése es el fondo de la cuestión: que el socialismo contemporáneo haya dado la vuelta completa a sus postulados para acabar abrazando los del soberanismo identitario. Y quizá por las mismas razones que entonces: mero cálculo táctico. González y Guerra apoyaron la reivindicación andaluza para acelerar su acceso al poder y Sánchez se alía con los independentistas para conservarlo. Sólo que los primeros acertaron, como demostró la Historia, y el segundo ha emprendido el camino equivocado, el que dirige al régimen constitucional hacia el fracaso. Porque ya no es posible ir más allá sin dejar un país desestructurado en el que Cataluña y el País Vasco se desvinculen al margen de cualquier compromiso con un desarrollo solidario. Los errores acumulados en cuatro décadas de centrifugación política tienen ya difícil remedio, pero los que este Gobierno está cometiendo conducen a la ruptura de los hilos de convivencia que aún resisten mal que bien el paso del tiempo. No es posible un futuro compartido sin una mínima lealtad mutua al mismo proyecto y sin el respeto imprescindible a las reglas del juego.
La paradoja histórica reside en que ahora es el centro-derecha, que en 1980 se opuso -enorme desatino- a la reclamación de Andalucía, el encargado de la defensa contra el desafío nacionalista ante la renuncia de una izquierda replegada en un oportunismo de cortas miras. Si entonces se trataba de impedir que nadie quedara por debajo, hoy la prioridad consiste en evitar que algunos se sitúen por encima. El conflicto es el mismo aunque haya cambiado la perspectiva. Y el bien común amenazado se sigue llamando soberanía.