José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- La socialdemocracia europea no transita con los compañeros de viaje de Sánchez que se manifiestan en favor de los presos de ETA ni se muestra clientelar —dígase lo mismo del PP—
Felipe González ha criticado duramente a Otegi, ha pedido el regreso del rey emérito y reivindicado su protagonismo durante sus 38 años de reinado y se ha mostrado orgulloso de haber contribuido decisivamente a construir el «régimen del 78». El expresidente socialista, antes de serlo, en la oposición al franquismo, cuando se hizo con el PSOE artrítico de Rodolfo Llopis, era conocido como «Isidoro». Su nombre de guerra. Con trajes de pana y un machadiano y torpe aliño indumentario, el líder socialista urdió vinculaciones estrechas con las grandes socialdemocracias europeas y con las referencias más solventes del liberal conservadurismo del siglo pasado. Ha sido el único presidente que ha gobernado cuatro legislaturas consecutivas (1982-1996), con tres mayorías absolutas, la primera de ellas inigualada, con 202 diputados. Con él España entró en la OTAN y en la Comunidad Económica Europea y él fue el primer presidente socialista desde el final de la guerra civil en 1939. Y, además, lideró la renuncia al marxismo del socialismo español.
Algunos se han preguntado qué hacía Felipe González en el 40 Congreso Federal del PSOE, de este partido reformulado hasta lo históricamente irreconocible por la gestión de su actual secretario general, Pedro Sánchez. Una organización que ha ido mutando su contenido orgánico hasta convertirse en una plataforma para el liderazgo exclusivo de su máximo dirigente. La respuesta es obvia: González ha sido siempre, y con frecuencia incomprendido, un referente socialista comprometido en todo caso con su partido, incluso para discrepar de las políticas de sus líderes como ahora ocurre. En su discurso de hace una semana en el Congreso de Valencia explicó lo que ha hecho y hace: no interferir, contestar si se le pregunta, mantener su libertad de opinión y ser leal sin incurrir en servilismos. Por eso, se le observó mano sobre mano mientras discurseaba Adriana Lastra, sin ademán de celebrar con aplauso alguno la intervención de la asturiana que cuando gateaba (Ribadesella, 1979) el andaluz (Sevilla, 1942) ya se movía en la alta política nacional e internacional.
Isidoro-Felipe es necesario para el actual socialismo desnortado y dependiente de fuerzas políticas ajenas a su tradición desde 1978
No está claro si Sánchez necesitaba en el cónclave a «Isidoro» o a Felipe. Seguramente precisaba de ambos. De aquel que era conocido por su alias («Isidoro») en lo que tiene de simbolismo antifranquista y de este (Felipe) que encarna una de las figuras referentes de la socialdemocracia más potente a la que se quiere adherir, con notorias dificultades para hacerlo, el secretario general del PSOE. En definitiva: de pasado y de presente, a este PSOE le urgía rellenar el vacío depósito de intangibles que las políticas implementadas por Sánchez han ido propiciando. Isidoro-Felipe es necesario para el actual socialismo desnortado y dependiente de fuerzas políticas ajenas por completo a su tradición desde 1978 y detonante en la comparación con otras europeas de su aparente mismo sesgo para enfrentar una situación como la española que comienza a rebasar al Gobierno de coalición.
Sánchez se abrazó a Isidoro-Felipe, pero no al revés. El expresidente le tendió la mano y el presidente le rodeó con sus brazos. «Imagen icónica», tituló algún medio. De fondo, una inmensa fotografía del rostro de Alfredo Pérez Rubalcaba —uno de los más fieles amigos de González y uno de los socialistas más leales a la trayectoria histórica del PSOE desde la transición hasta su prematuro fallecimiento en mayo de 2019— y que acuñó la mejor definición de actual Ejecutivo de Sánchez: el Gobierno Frankenstein. Pero el que fuera varias veces ministro, vicepresidente del Gobierno y el valeroso militante que asumió la secretaría general después de la pésima gestión de Rodríguez Zapatero, encarna en el recuerdo colectivo —y hasta más allá del socialismo— una versión del PSOE que remite a sus mejores momentos, a su mejor discurso.
Todo eso es lo que quería Sánchez en el 40 Congreso Federal del PSOE. Y, por supuesto, la «imagen icónica» del abrazo con Isidoro-Felipe que es tan incoherente como el que se dedicaron el presidente del Gobierno y Pablo Iglesias aquel 12 de noviembre de 2019. Los dos abrazos guardan relación. Porque ambos los necesitaba Sánchez para sostenerse. Con Iglesias, para seguir en la Moncloa y con Isidoro-Felipe, para no perderla. Pero las dos efusiones han sido instrumentales. Sánchez y sus íntimos —algunos de los cuales han sido lanzados al averno— aseguraron que con Iglesias no, jamás, nunca; y mandaron al geriátrico político —Lastra ‘dixit’: «ahora nos toca a nosotros»— a aquellos que tanto celebraron hace unos días en Valencia. Luego han cambiado de opinión y quieren regresar aparentemente al legado socialdemócrata que atesora González.
Ha bastado una semana, nuevas contradicciones gubernamentales (la relación con Bildu y el destape brutal de Otegi), reveses de calado (aplazada la intervención sobre los alquileres, precios de la energía en los que no intervendrá la UE, pésima relación con las eléctricas, la «injerencia» de Calviño para la derogación de la reforma laboral que tensa la coalición), el libérrimo discurso de Felipe y una abochornarte, por clientelista, renovación del Constitucional pactada con el PP para que esa socialdemocracia reivindicada en Valencia por Pedro Sánchez quedé deformada por la realidad de una red de pactos con partidos que le sostienen en la Moncloa y en el Congreso (Unidas Podemos, ERC, Bildu, PNV) y que hoy se manifiestan en San Sebastián, juntos, en favor de los presos de ETA. No, la socialdemocracia en Europa no transita con esos compañeros de viaje ni se muestra tan burdamente clientelar —dígase lo mismo de los populares— en la provisión de los órganos más sensibles y estratégicos del Estado democrático de derecho como el Constitucional, por ejemplo. El Congreso de Valencia con el supuesto regreso a la socialdemocracia no ha sido más que un espejismo.