M. ÁLVAREZ TARDÍO J. REDONDO

Los autores analizan por qué cinco años han bastado para nacer, crecer, declinar y comenzar a resquebrajarse el proyecto político de Pablo Iglesias, que hoy tiene un partido a su media, pero no tiene el poder.

CINCO AÑOS es poco tiempo para una democracia consolidada como la española. Sin embargo, es lo que ha tardado en nacer, crecer, declinar y comenzar a resquebrajarse el proyecto abanderado de la nueva política frente al denostado bipartidismo. Los fundadores de Podemos –activistas sociales y de movimientos antiglobalistas nutridos en la periferia de IU– pronosticaron una «crisis de régimen». Según su planteamiento, los derechos retrocedían sacrificados en el «altar de unos mercados guiados por la especulación y la rapiña». Denunciaron, al calor de la indignación, «un golpe de Estado financiero contra los pueblos del sur de la Eurozona». Su lenguaje disruptivo captó la atención de medios y opinión pública. Pasado este lustro, el baño de realidad ha sido demoledor.

Aunque su germen es anterior, irrumpieron poco antes de las elecciones europeas de 2014, encontraron en la crisis una ventana de oportunidad, su momento populista, y lograron dos objetivos. 1. Su diagnóstico y lenguaje ocuparon el espacio de discusión pública, creando la sensación de que el sistema de partidos estaba a punto de quebrar y ellos tenían una alternativa, por supuesto, más democrática en tanto que popular. 2. Consiguieron que la crisis de los partidos de izquierda pareciera irreversible. Conforme a su relato, la esclerotizada IU y el desorientado PSOE estaban condenados a su sustitución por un nuevo instrumento o herramienta de aspecto transversal que disimulaba un arrogante izquierdismo posmarxista.

Querían, como dice su pretencioso manifiesto fundacional, en enero de 2014, «convertir la indignación en cambio político»; aprovechar el impacto mediático que tuvo en 2011 el 15-M para presentar una nueva oferta política «al servicio de la gente». Para confrontar lo novedoso y lo caduco, evitaron emplear la noción de partido. Denominarse instrumento formaba parte de su estrategia, consistente en rechazar radicalmente la política convencional y aprovechar la ola de demagogia antipolítica: «Necesitamos una candidatura unitaria y de ruptura, encabezada por personas que expresen nuevas formas de relacionarse con la política y que supongan una amenaza real para el régimen bipartidista del PP y del PSOE y para quienes han secuestrado nuestra democracia».

Pero si Podemos era «gente» en movimiento, candidaturas instrumentales para unir a ciudadanos «indignados», ganar las elecciones y ocupar el poder, sólo los ingenuos, los comprometidos con su causa o los neófitos podían llamarse a engaño sobre algunos aspectos: en un sistema parlamentario únicamente se puede competir eficaz y duraderamente si se dispone de una organización institucionalizada y con una jerarquía interna tan eficaz como capaz de alumbrar sólidos liderazgos y regulados reemplazos. La alternativa a la institucionalización era crear un movimiento tan potente, palpitante y exitoso que ocupase rápidamente las instituciones y pusiese en marcha su radical y acelerada transformación. Sus líderes creyeron que podían conquistar el poder porque consideraron fijado, con su relato sobre la corrupción y la crisis, las bases de la hegemonía cultural en un trance de confusión y desconfianza.

Iglesias pareció ajeno a las consecuencias de un proceso de institucionalización del partido. Se enfrentó lenta pero decididamente contra quienes, empezando por los anticapitalistas, se enrocaron en un ingenuo y puritano voluntarismo. Para transformar un movimiento en una maquinaria de partido disciplinada, Iglesias emprendió un camino que, a su vez, fortalecía su liderazgo. El primer episodio de su particular juego de tronos ocurrió en Vistalegre I, en diciembre de 2014, cuando Iglesias, Monedero, Bescansa, Alegre y Errejón se impusieron a la Izquierda Anticapitalista de Rodríguez, Urbán y en ese momento también el ahora depurado Echenique. De esa primera Asamblea salió un partido con una estructura en la que, a pesar del abuso del término ciudadano, la jerarquía y control internos quedaban muy claros. El proceso de verticalización estaba en marcha y los círculos, iconos de la nueva política, comenzaron a marchitarse. Con ellos decayó también la ilusión de los que habían creído que con Podemos estaban ingeniando una nueva forma de hacer política sin riesgo de que sus propuestas se confundieran y contaminaran con el viejo lenguaje marxista.

Con el tiempo, Iglesias liquidó toda disidencia partidaria de la descentralización y horizontalización. Reforzó su liderazgo y adaptó los órganos del partido para permitirse marginar o prescindir de quienes, aun compartiendo su estrategia de demoler el régimen del 78 e iniciar un proceso constituyente de corte bolivariano, se resistían a crear un partido clásico de raigambre comunista. Desde el principio, la disputa con los anticapitalistas de Rodríguez en Andalucía desgastó la imagen del partido. Erigida como la única baronía, ella representa una amenaza real para el timonel. Otras luchas –algunas acabaron en los tribunales– provocaron conmoción interna y mayor revuelo mediático. En 2017, Vistalegre II resolvió a favor de Iglesias el pulso por el poder mantenido con Errejón. Esta pugna se llevó por delante buena parte del núcleo fundador, incluida Bescansa.

La transformación de Podemos, concebido como un movimiento coral y participativo, en un partido disciplinado y jerarquizado no tendría que extrañar a nadie. Hay incentivos en nuestro sistema parlamentario y electoral que lo explican, desde la necesidad de contar con un grupo parlamentario marmóreo hasta la importancia de establecer barreras para evitar que agrupaciones regionales tengan capacidad de chantaje sobre la dirección. Pero el problema de Podemos, y especialmente de sus primeros inscritos, fieles convencidos de la propaganda antipolítica y antielitista, es que la forja de un partido y la traumática consolidación del liderazgo de Iglesias ha sido interpretada como una traición a los principios. No les falta razón. No tanto por su renuncia a asaltar los cielos, dilatar la hercúlea tarea, el choque de realidad y la quiebra e insatisfacción de expectativas; sino porque al fortalecer la organización, competir con las reglas del sistema y asumir los ritmos institucionales, su propósito inicial se desvanece. Prometió el edén y disimuló por un tiempo, mientras duró el vértigo y ciclo de indignación, que un partido nuevo incorpora los fines de carácter personal de sus fundadores; ocultó que en democracia el poder político es provisional y está limitado.

PODEMOS se aventuró a construir una fuerza hegemónica, un sujeto colectivo basado en la constitución de un conglomerado de identidades concurrentes: «Estamos fundando un pueblo, y ese pueblo va conquistando poder político cada vez que se abren las urnas (…) cada vez somos más y estamos más cerca de devolver las instituciones a nuestra gente», proclamó Errejón en diciembre de 2015. Seis meses después rebajaron sus pretensiones. Anclados a la izquierda, comenzaron a asumir progresivamente su declive y posición subordinada al PSOE.

Cuanto más crecía la formación y más poder adquirían determinados territorios, más urgente y necesaria era la tarea de reforzar la organización y la disciplina. Lo cual generaba a su vez desencanto entre buena parte de los suyos, que veían truncado y sustituido el originario sistema de solidaridad por uno de intereses. Esta paradoja ha erosionado el partido y revelado su inicial concepción como movimiento. Iglesias nunca ha ocultado su admiración por Lenin. Incorporó el anacronismo bolchevique según el cual, tanto en la incertidumbre del asalto como en el afianzamiento en el poder, ha de construirse un partido dirigente sin facciones ni corrientes, único intérprete de los verdaderos intereses de la sociedad. Iglesias replicaba con unidad, verticalización y centralización cualquier atisbo de crítica y debate interno, provocando un círculo vicioso en la organización y, en última instancia, cismas. Para frenarlos, sacrifica a Echenique –de su círculo más próximo, una suerte de Kámenev– y lo sustituye por un miembro del PCE. Iglesias tiene un partido a su media, pero no tiene el poder. Justo lo que necesitaba para no volver al punto de partida: el viejo Partido Comunista «tristón y aburrido» que tanto ha criticado; sólido, pero minoritario e impenetrable a los dictados de la realidad.

Manuel Álvarez Tardío y Javier Redondo son codirectores de Podemos. Cuando lo nuevo se hace viejo, que acaba de publicar Tecnos.