IGNACIO CAMACHO-ABC
- El Estado clientelar ha convertido el esfuerzo privado en la ubre nutricia de su descontrolada espiral de gasto
En las encuestas universitarias sobre vocación profesional, la mayoría de los estudiantes suele declarar su preferencia por convertirse en funcionarios. Tiene lógica que en un país con alta tasa estructural de paro los jóvenes se preocupen por la estabilidad en el trabajo. A quién no le han dicho alguna vez sus padres que prepare oposiciones con vistas a obtener la garantía de un ‘puestecito’ para toda la vida. La incidencia de esa mentalidad en nuestra escasa inclinación emprendedora es objeto de frecuente debate entre sociólogos y economistas; como mínimo existen indicios para pensar que se trata de una premisa digna de ser tenida en cuenta en el análisis de insuficiencias de la estructura productiva. Nada que objetar, en todo caso, a que cada cual elija y ordene sus aspiraciones individuales legítimas. El problema surge cuando los gobiernos, que acostumbran a ser malos empresarios, estimulan ese estado de ánimo ciudadano para mostrarse generosos con cargo a los recursos del Estado. Cuando la Administración engorda sin cesar su personal a demanda de los sindicatos. Cuando los dirigentes políticos se ufanan de crear empleo oficial a costa de un esfuerzo privado convertido en ubre nutricia del continuo incremento presupuestario. Cuando la sobredimensión de la nómina pública ignora las leyes del mercado. Cuando la pulsión clientelar y electoralista acaba generando una eterna espiral de gasto.
En España se viene discutiendo largamente sobre la brecha retributiva entre hombres y mujeres. Que existe, aunque no sea legal, y está basada en la discriminación funcional y en una decompensada distribución de papeles. Pero hay otra brecha igual de grave, y es la de la media salarial entre los empleados públicos y el resto, que según el informe estadístico del INE publicado por ABC alcanza hasta un 58 por ciento: unos mil euros al mes en términos concretos. A ello hay que sumar las condiciones laborales, la exigencia de rendimiento, la diferencia práctica en el respeto a los derechos, el plus del estatus de fijeza, el contraste entre horarios cerrados y abiertos. Un conjunto de circunstancias que ha creado una alarmante fractura cercana a convertirse en un agujero negro donde los trabajadores por cuenta privada, expuestos a despidos y bajadas de sueldo, se sienten excluidos de un círculo de privilegios. Y más allá de eso, la certidumbre de que el grueso de los contribuyentes sufraga con sus impuestos la derrama de cheques, prestaciones, bonos y descuentos. Las urgencias electorales del sanchismo obligan a medio país a mantener al otro medio y ese sacrificio tensiona el pacto de solidaridad y lo arrastra al peligro de un desequilibrio crítico. Porque ese programa subvencional no es gratuito y porque la cohesión social no puede funcionar cargando sus costes sobre unos sectores productivos castigados por una presión fiscal sin respiro.