Ignacio Varela-El Confidencial

  • Si el liderazgo de Casado hubiera estado razonablemente asentado, el choque violento con Ayuso lo habría dañado, pero no tanto como para llevárselo por delante en unos días

El liderazgo —más bien jefatura— de Pablo Casado en el PP llega a su instante terminal. No es exacto, o lo es de modo insuficiente, pretender que su caída se debe a este último choque con Isabel Díaz Ayuso, o que lo ha echado su propio partido. Ambas explicaciones contienen una parte de verdad en la medida en que se atienen literalmente a los hechos visibles de los últimos días, pero quedan lejos de las causas del fracaso de un liderazgo que fue fallido desde su origen y nunca logró superar sus déficits congénitos. 

Si el liderazgo de Casado hubiera estado razonablemente asentado, el choque violento con Ayuso lo habría dañado, pero no tanto como para llevárselo por delante en unos días. Si no ha podido resistir el desafío en campo abierto de la lideresa madrileña es porque el estado de su salud política era ya tan crítico que cualquier accidente habría supuesto el descabello final. De hecho, el fiasco de Castilla y León fue una extremaunción, el principio de la despedida. Si quedaba alguien en España que aún creyera en la capacidad de Casado para encabezar una efectiva alternativa de poder, esa creencia —contraria a toda la evidencia acumulada durante tres años y medio— terminó de evaporarse el 13 de febrero. El equipo de Ayuso, siempre más atento y conectado a la realidad que la burocracia miope de Génova, lo percibió y se limitó a darle el empujón final al precipicio.

Aunque en el tramo final todo se solventa en una gigantesca conspiración interna para deshacerse del peso muerto de un liderazgo arruinado, es la sociedad, más que el Partido Popular, quien acaba con Pablo Casado. En concreto, esa amplia parte de la sociedad española —unos 10 millones de personas, aproximadamente— susceptibles de votar al PP en condiciones óptimas de climatología política y credibilidad como las que se dieron en 2011: lo que se viene llamando ‘la derecha sociológica’. 

En ese amplio espacio social, nunca llegó a prender la confianza en Pablo Casado. Se le recibió con expectación teñida de escepticismo tras la vergonzante caída de Rajoy y un congreso de pactos oscuros; se contempló con aprensión creciente su ejecutoria errática, sostenida únicamente sobre una interpretación rudimentaria y sobreactuada de la pulsión antisanchista. En la actualidad, ya no queda un votante que crea sinceramente en Casado como el candidato más idóneo para aglutinar la coalición de centro derecha capaz de derrotar en las urnas a la coalición de socialpopulistas y nacionalistas que encabeza Pedro Sánchez. Más bien se le contempla, con impaciencia rayana en la irritación, como un obstáculo en esa tarea. 

La conjura orgánica que ha hecho caer a Casado no es sino el efecto de una previa crisis de confianza social, cada día más evidente 

Así pues, la conjura orgánica que ha hecho caer a Casado no es sino el efecto de una previa crisis de confianza social, cada día más evidente. Puede que uno de sus mayores errores haya sido precisamente ocuparse más en vigilar y controlar su retaguardia orgánica que en lanzarse a conquistar la confianza y el afecto de los ciudadanos. Creo que nunca ha llegado a comprender que no mandaría realmente en el PP mientras no ganara las elecciones y que, si ganaba las elecciones, el poder orgánico le vendría por añadidura. Sin duda, la perniciosa influencia de su dimitido secretario general y otros burócratas del entorno contribuyeron a esa fatídica inversión de las prioridades. 

A ello se unió la fatalidad de que aparecieron dos alternativas de fuerte atractivo para su clientela: una interna, Isabel Díaz Ayuso, y otra externa, Vox. Con ninguna de ellas ha sabido manejarse adecuadamente. No acertó a explotar en su beneficio el fenómeno Ayuso (hasta el punto de que este le explotó en la cara) y tampoco ha sabido qué hacer con Vox. De tal forma que Casado se ha visto privado del voto cautivo que benefició a sus antecesores, convirtiéndose en una especie de parásito de la sigla justamente cuando la fidelidad a las siglas pasa por su peor momento.

Con todo, las raíces profundas de su fracaso han sido, por un lado, la ausencia de un proyecto reconocible, más allá del antisanchismo, para sacar el país del atasco de dos lustros de parálisis reformista y polarización estéril; y por otro, sus reiterados y abultados errores de estrategia política, un arte para el que ha demostrado no estar dotado este político voluntarioso. Ahorro la relación detallada de todos ellos porque no se trata de hacer leña del árbol caído, pero la apoteosis de su impericia en la materia ha sido su comportamiento desquiciado durante la última semana, que podría ponerse en las escuelas de gestión de crisis como modelo de lo que no hay que hacer. 

Más allá de las querellas domésticas, la constatación de que, hoy por hoy, es metafísicamente imposible que el PP gane unas elecciones generales con Pablo Casado como cabeza de cartel debería haber sido el arranque de su propio análisis de la situación. Si alguien de su confianza le hubiera ayudado a reflexionar partiendo de ese punto en lugar de enredarlo en ajustes de cuentas autopunitivos —y, dadas las circunstancias, decididamente perdedores—, les habría hecho un favor a él y a su partido.

Llegado a este punto, lo más constructivo que puede hacer para enmendar en parte el destrozo cometido es anunciar inmediatamente que no será candidato en el próximo congreso extraordinario del PP. Sería una contribución para serenar los ánimos, y también una retribución debida por lo mucho que su actuación reciente ha desestabilizado su partido en beneficio de sus adversarios. 

Alberto Núñez Feijóo llegará al liderazgo del Partido Popular con tres años de retraso. Todo estaba dispuesto para él tras la salida de Rajoy, que abrió un pavoroso vacío de poder en ese partido en el peor momento posible. Por decirlo suavemente, cuando más se le necesitaba se afligió, dejó tirado a su partido y lo abocó a un proceso descontrolado que dio como resultado la elección de un dirigente inexperto para una tarea que, como se ha comprobado, estaba claramente por encima de sus posibilidades.

Ahora, su elección será una solución de compromiso que no dejará a nadie del todo satisfecho; porque, no nos engañemos, a quien las bases quieren es a Ayuso. Pero, como señaló con acierto Cayetana Álvarez de Toledo, él es “el único adulto en la habitación”. 

Hay que esperar que llegue a tiempo. Porque lo que ahora está en juego es la supervivencia del gran partido conservador de la democracia española, amenazado existencialmente por una formación nacionalpopulista como las que en su día suplantaron a la derecha gaullista en Francia y a la democracia cristiana en Italia. Y no hay nada que Sánchez desee más que verse en unas elecciones generales con Santiago Abascal como alternativa. 

Hoy, la batalla por la hegemonía en el espacio de la derecha es decisiva para el equilibrio de la democracia constitucional en España. Y como decía José María García en sus buenos tiempos, “la pelota está en todo lo alto y las espadas en el alero”.