GABRIEL ALBIAC-EL DEBATE
  • ¿De verdad no ve el fiscal general atisbo alguno de apología del terrorismo en las palabras de Sánchez Pérez-Castejón?
¿Abrirá la fiscalía española un procedimiento por apología del terrorismo contra el presidente del gobierno, Pedro Sánchez Pérez-Castejón?
Porque, hablemos en rigor: la ley orgánica 10/1995 –elaborada por un gobierno socialista– tipifica, en su artículo 578, ese delito: «el enaltecimiento o la justificación públicos de los delitos comprendidos en los artículos 572 a 577 o de quienes hayan participado en su ejecución, o la realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos terroristas o de sus familiares, se castigará con la pena de prisión de uno a tres años y multa de doce a dieciocho meses».
Y nada, en tal norma, pone al jefe del ejecutivo por encima de sus constricciones: delinque un presidente del gobierno, exactamente igual que delinque un barrendero. E igual de apología es la que se hace de una banda de asesinos en España que la que halaga a una banda de asesinos en el Cercano Oriente.
¿O será que asesinar judíos es menos terrorismo?
Hamás, organización terrorista atroz, quizá la más atroz de cuantas se mueven hoy por las alcantarillas de este mundo agonizante, agradeció anteayer su fraterna complicidad al presidente español Pedro Sánchez, así como a su homónimo belga: «Apreciamos la postura clara y audaz del primer ministro español Pedro Sánchez, que condenó las matanzas indiscriminadas del Estado ocupante contra civiles en la Franja, y apuntó la posibilidad de que su país reconozca unilateralmente el Estado palestino, si la Unión Europea no da este paso». ¿Es demasiado pedir que el fiscal general del reino active las acciones previstas por la ley y pase a pedir responsabilidades a ese tal Pedro Sánchez, en quien los terroristas de Hamás acaban de exaltar a su apologeta confeso? Y, mientras no lo haga, que nadie venga a contarme historias de igualdad ante la ley en este desgarrado país nuestro.
Sánchez Pérez-Castejón ha promovido el mayor conflicto diplomático, desde que España e Israel –único país plenamente democrático en el Cercano Oriente– establecieron relaciones en 1986. Imaginemos lo que el ciudadano español sentiría si un primer ministro, digamos sueco, o polaco, o finés, o británico, o del último bantustán perdido, defendiera el legítimo derecho de los asesinos de Atocha o de las Ramblas a despedazar a cuantos infieles españoles les viniera en gana, a violar a tantas cuantas ciudadanas españolas les apeteciera antes de ejecutarlas, a sacar a los fetos de las barrigas de las embarazadas, a quemar vivos a los granjeros en sus casas, a ametrallar a los asistentes a un concierto al aire libre…, y a filmar todo eso para luego exhibirlo en sus entrañables redes sociales. Y a quedar impunes. Es exactamente lo que acaba de hacer Pedro Sánchez en Tel-Aviv. Más que justificada está la reacción del ministro de exteriores de Israel frente a tal canallada: «No olvidaremos quién nos apoya en estos tiempos y quién apoya a una organización terrorista asesina».
Ser un sujeto indigno sólo afecta al individuo que se envilece. Deliberada y voluntariamente. Ejercer una indignidad desde la altura impune del Estado, es enfangarnos a todos cuantos, pagando nuestros impuestos, mantenemos el chiringuito a flote. Un sujeto que actúa así, no es que no sea digno de gobernar, es que no es digno de ser mirado a la cara.
Sugiero por ello a los ciudadanos españoles que se sumen a un ruego solemne. E inatacablemente razonable. Que el doctor Sánchez, y las señoritas Belarra, Montero y Díaz, instalen su residencia en el territorio que sus admiradores de Hamás administran. Serán recibidos allí como cómplices y amigos. Siempre y cuando su obediencia al islam sea perfecta. A lo mejor, les gusta: incluso a las flamígeras cantoras del sólo sí es sí. Al cabo, hay gente que tiene gustos de lo más raro. Y de lo más masoquista. Están en su derecho. Pero que hagan, de una vez, el maldito favor de dejar de ofendernos a todos. Y, ya de paso, que renuncien a cobrar el sueldo –o la pensión– que les pagamos.
¿De verdad –de verdad– no ve el fiscal general atisbo alguno de apología del terrorismo en las palabras de Sánchez Pérez-Castejón? Los demás, sí. Convendría a los fiscales hacerse un par de preguntas serias delante del espejo. Sé que no es agradable. Pero menos lo es rumiar este silencio.