DAVID JIMÉNEZ – EL MUNDO – 20/03/16
· Tras ejecutar a Nikolái Yezhov, jefe de su policía secreta, Stalin ordenó que fuera borrado de las fotografías en las que aparecían juntos. Mao hizo lo mismo con Bo Gu, con el que había compartido la Larga Marcha y que desapareció de una vieja imagen en la que se les veía posando sonrientes. Kim Jong-un aprendió de su padre que no hay nada como un pelotón de fusilamiento para afianzarse en el poder: ejecutó a su tío Jang Song-thaek y después lo eliminó del álbum familiar. La consigna en los regímenes comunistas, a la hora de purgar al camarada descarriado, es que no quede nada de él. Ni su recuerdo.
Disgustar al líder tiene consecuencias menos dramáticas por aquí: la pérdida de un cargo en el partido o del sillón en la tertulia en la tele, que para los delfines de la nueva política es casi más doloroso. Pero nunca lo será tanto como despertar del sueño de la utopía asamblearia y participativa, donde todas las voces son escuchadas y la democracia interna sustituye a la partitocracia del compadreo. «No soportan que nuestras sonrisas, nuestros besos y nuestros abrazos sean de verdad», escribía Pablo Iglesias a los suyos esta semana. Horas después le daba un fuerte abrazo, el definitivo, a su número tres, Sergio Pascual.
Al líder de Podemos le gusta la discrepancia interna tanto como a Kim Jong-un la familia. El mensaje enviado en la crisis de Madrid, y en la otra media decena de frentes abiertos en los cuarteles regionales de Podemos, es que se está con el líder o en su contra. Los contaminados por la disidencia serán apartados. La «belleza del proyecto» preservada a toda costa. ¿Y qué es bello? Lo que dice, hace y piensa el secretario general.
Por supuesto que Podemos no es el primer partido político que purga la disidencia interna. Si en nuestro país tenemos partidos tan inmovilistas e incapaces de regenerarse, endogámicos hasta en sus redes de corrupción, es en parte porque los políticos interiorizaron hace tiempo la máxima de Alfonso Guerra de que «el que se mueve no sale en la foto».
Pero hay un extra de incoherencia en el cainismo que vive una formación que presenta su manera de operar como una mezcla de la camaradería revolucionaria de Sierra Maestra y los diálogos de Love Story. Si el partido está así de envenenado cuando apenas ha cumplido dos años de vida, cuando sus cotas de poder son aún pequeñas, ¿cómo serán los abrazos cuando toque repartirse ministerios?
El problema de Podemos y sus grupos satélites es que están envejeciendo a pasos acelerados: cada vez tienen menos de lo nuevo que prometieron traer y más de la política con la que supuestamente querían acabar.
Lejos de terminar con el enchufismo, en sus ayuntamientos se coloca a familiares y amigos sin preparación alguna para sus cargos. Lejos de una política de transparencia con los medios de comunicación, nos fustigan con una agotadora operación de marketing y desinformación. Y lejos de dar el ejemplo que tanto exigían a los demás, demuestran similar animadversión a la dimisión, simbolizada esta semana por la negativa a marcharse de Rita Maestre, la portavoz del Ayuntamiento de Madrid condenada por un delito contra los sentimientos religiosos.
Podemos, ya lo avisaba el pasado verano Manuel Meco, uno de los primeros en bajarse del tren al nirvana, es «un partido político jerárquico, con su aparato fuertemente agarrado a todo el poder interno y, como en todos los partidos, repleto en la mayor parte por incompetentes, trepas y personas cuya única cualidad es la de ser acrítica con las órdenes de la dirección». No parece que la intención de Iglesias sea cambiar esto último, sino reafirmarlo. Que para hacerlo haya tenido que humillar a su número dos parece más una exhibición de debilidad que de fuerza. La herida no sanará cuando se apaguen los titulares.
Mientras Íñigo Errejón se da un tiempo para reflexionar sobre si presenta batalla dentro del partido o se deja borrar definitivamente de la foto, suponemos que tendrá asumido que, si decide tirar la toalla, el premio por los servicios prestados será el olvido de sus ex camaradas. «La gratitud es una enfermedad que sufren los perros», decía Stalin.
DAVID JIMÉNEZ – EL MUNDO – 20/03/16