La sociedad democrática no puede construirse con la presunción de que un importante sector socio-político nunca va a corregir su comportamiento y debe permanecer en la ilegalidad. Si el pluralismo político es un valor superior de nuestro ordenamiento y los partidos son los que lo expresan, solo pruebas contundentes de que un partido se propone acabar con dicho pluralismo pueden conducir a su exclusión.
La sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre Bildu, aunque pueda resultar paradójico, ha venido a reforzar la eficacia de la Ley de Partidos. Sin la misma y sin su aplicación jurisprudencial nacional y europea no estaríamos donde ahora estamos. La izquierda abertzale ha sido consciente de que sin una ruptura con el terrorismo de ETA no iba a actuar nunca en la legalidad, y eso lo ha forzado la Ley de Partidos. Los estatutos de Sortu y los compromisos firmados por los candidatos de Bildu deben verse como una aceptación de las exigencias de la Ley de Partidos y de que ha cumplido el fin para el que fue aprobada: la exclusión de la vida política legal de los partidos que colaboran con el terrorismo.
Por ello, tampoco cabe la exclusión de partidos o candidaturas que en sus actividades no vulneren los principios democráticos ni apoyen la violencia o el terrorismo. En este sentido, el TC había señalado desde 2003 que se vulneraría el derecho a la participación política del art. 23 de la Constitución si no se acreditara de manera suficiente la existencia de una trama para defraudar la prohibición de reconstruir un partido ilegalizado, resultando en este sentido un contraindicio el rechazo expreso al terrorismo de ETA. Esa parece ser, a falta de conocer el texto de la sentencia, la conclusión a la que ha llegado con Bildu.
La sentencia del Tribunal Supremo de 30 de abril, por el contrario y en coherencia con lo que había dicho ya para Sortu, asumía que los designios establecidos por ETA en 2008 y 2009 se materializaban ahora en la formación de una coalición de su brazo político con EA y Alternatiba. Era una imagen estática que no aceptaba la evolución en la izquierda abertzale producida en los últimos dos años. Se basaba en documentos relativamente antiguos y que evidenciaban la voluntad de la banda terrorista de formar un frente político independentista, pero que, en ningún momento, demostraban que Bildu fuera producto de una estrategia de ETA. Al Tribunal Supremo le bastaba con saber que la izquierda abertzale era parte del acuerdo de creación de Bildu, al margen de si realmente aquella era en 2011 la sucesora, en el sentido del art. 12.3 de la Ley de Partidos, de la Batasuna ilegalizada en 2003. Con ello, se impedía que un partido político representativo de ese sector socio-político pudiera llegar algún día a ser legal en España, ni aunque rechazara con contundencia la utilización del terrorismo de ETA. Lo decía expresamente el auto de Sortu de un mes antes: «El único e inevitable destino legalmente previsto para el partido ilegalizado es su disolución y liquidación, y no su ‘resurrección’ a la vida jurídica y política so pretexto de un cambio en sus métodos o formas de actuación».
Esta conclusión era muy decepcionante ya que impediría la reintegración a la vida política de un significativo sector social que, al margen de la valoración política y moral que pueda hacerse de su actuación en los últimos 35 años, ha decidido, probablemente por un sentido utilitarista, romper lazos con el terrorismo. Si ese sector socio-político opta por trabajar políticamente sin el apoyo de la coacción violenta, el Estado democrático no puede más que aceptar esa situación y legalizar la opción política con la que parte de la sociedad vasca se identifica. No se puede excluir electoralmente a una candidatura que ha decidido actuar mediante medios políticos y legales sin colaborar con o coadyuvar a la actuación de ETA.
La Constitución está permeada por toda una serie de principios y disposiciones que instan a la admisión de cualquier partido o coalición de partidos que haya aceptado actuar en el marco constitucional. La «sociedad democrática avanzada» del Preámbulo no puede construirse con la presunción de que un importante sector socio-político nunca va a corregir su comportamiento y, por lo tanto, debe permanecer en la ilegalidad. Si el «pluralismo político» es un valor superior de nuestro ordenamiento jurídico (art. 1.1) y los partidos son los que lo expresan (art. 6.1) significa que solo pruebas contundentes de que un partido (o una coalición) se propone acabar con dicho pluralismo pueden conducir a su exclusión del juego político. De la misma forma, únicamente los límites constitucionales del derecho de asociación y las actividades contra la Constitución, de las que habla el art. 6 CE, pueden ser un freno para la existencia de una opción política, pero nunca su ideología por mucho que sea independentista e incluso integracionista de Navarra en Euskadi. Todo ello a partir de una interpretación expansiva, y no restrictiva, de los derechos fundamentales que está en la base del art. 10.1 de la Constitución y que el TC siempre ha acogido.
Ahora, sin embargo, queda lo más difícil, y que tardará años, como es el reciclaje de la izquierda abertzale hacia los comportamientos democráticos, la aceptación de las reglas de juego del parlamentarismo, de la posición de cierre del sistema de los tribunales de justicia, del respeto al diferente, del valor supremo de los derechos fundamentales individuales. Creo que es necesario no entorpecer esa evolución y hacer todo lo posible por que se materialice sin olvidar nunca a los cientos de asesinados, a los miles de perseguidos y a los innumerables vascos y españoles sometidos durante tantos años a la presión brutal de la banda terrorista ETA y de su ‘frente’ civil.
(Eduardo Vírgala es catedrático de Derecho Constitucional)
Eduardo Vírgala, EL CORREO, 7/5/2011