- El domingo se cumplieron 70 años de la muerte de José Stalin, sin ninguna duda el criminal de Estado más notable de un siglo que
Dentro del espectáculo permanente en el que se ha convertido el pasado, lo más socorrido son los aniversarios. Por pequeño que sea un personaje, un incidente, cualquier fruslería, ha de pasar por el trámite majestuoso del recordatorio. Sin embargo hay algunos que se resisten a la evocación. El estalinismo es uno de ellos. El domingo se cumplieron 70 años de la muerte de José Stalin, sin ninguna duda el criminal de Estado más notable de un siglo que dio muchos ejemplares inolvidables.
Cuando apareció muerto el 5 de marzo de 1953 ni su círculo más cercano acababa de creérselo. Un derrame cerebral lo dejó tendido en el suelo pero no sabían a ciencia cierta si se trataba de una caída o de una simulación; cualquier gesto podía delatarles. Aseguran que así pasó varias horas, entre el temor al exceso de celo y la evidencia de que aquel implacable asesino en serie pudiera despertar y llevárselos por delante. Lo paradójico es que cuando certificaron su muerte, sus cómplices se prepararon para un siniestro carnaval con sus restos y la población aducida se conmovió tanto que las manifestaciones de duelo terminaron con decenas de muertos, devotos y desesperados ante la desaparición de quienes veían en él al inmortal “padre de los pueblos”.
Desengáñense; poco que ver con Hitler o Mussolini y no sólo porque ellos fueron derrotados sino porque fue capaz de construir un régimen de esclavos felices que duró tanto tiempo como para que los esclavos descubrieran su condición y que la felicidad constituyera la más eficaz mentira que enseñoreó el siglo XX. Por eso echarle una ojeada al mundo estaliniano es como hacer de pocero y meterse en la mierda hasta las cachas.
Stalin logró algo que hasta él parecía imposible: convertir la más enloquecida mentira en una verdad incontrovertible que tenía además el aval de las mentes más preclaras
70 años son muchos y dejan secuelas imborrables. No es cuestión de graduarlas de mayor a menor, porque se superponen en función de las épocas, los países y los líderes. ¡Cuánto se aprendió con el estalinismo! El valor de la mentira de Estado por antonomasia. Siempre fue el Estado y quien gobierna un fabricante de falsedades que enmascara sus intenciones reales, pero Stalin logró algo que hasta él parecía imposible: convertir la más enloquecida mentira en una verdad incontrovertible que tenía además el aval de las mentes más preclaras, los poetas más brillantes, los artistas más prestigiosos. Sin ir más lejos, hacer de Trotski una basura traicionera, promotor de los crímenes más alucinantes, puede reducirse a una calumnia sin más, pero lo estremecedor al tiempo fue dedicarse a asesinar a todos sus familiares y amigos, empezando por él mismo, y dejar como verdad de fe que no sólo estaba bien matarlos sino que la infamia se mantuviera durante generaciones hasta ayer mismo. Dolores Ibárruri “Pasionaria” se negaba incluso a pronunciar su nombre, sin dejar de escupirle hasta el día que la vejez se la llevó.
Stalin logró el sueño de todos los dictadores, Franco incluido, que consiste en borrar a sus enemigos no sólo de la vida sino de la historia. Muchos lo intentaron pero él lo consiguió. ¿Dónde habría de buscarse la eficacia de ese veneno? En la construcción de un Régimen basado en una ideología que se construyó sobre dos vigas muy sólidas: el miedo y la mentira. Inseparables; cuando van juntas es imposible sustraerse a ellas. En 1936 la Unión Soviética proclama una nueva Constitución, considerada la más progresista de cuantas existían hasta aquel momento. Pero al mismo tiempo las purgas, los asesinatos políticos, los destierros y el trabajo esclavo se imponían como norma dictada arbitrariamente por “los órganos”, nombre que acogía al implacable aparato represivo. Los flecos de aquellas formas políticas basadas en la doble verdad alcanzan hasta la actualidad. Recuerdo cuando Herri Batasuna jaleaba los crímenes y al tiempo mantenía una oficina para la Defensa de los Animales.
Estamos acostumbrados a considerar a la mafia como una organización delictiva, sin más, pero en su base hay también esos dos elementos que se retroalimentan, la violencia y el miedo
Tendríamos que hablar del mundo sórdido de los asesinatos jubilosos. Estamos acostumbrados a considerar a la mafia como una organización delictiva, sin más, pero en su base hay también esos dos elementos que se retroalimentan, la violencia y el miedo. En una sociedad democrática ambas están reguladas y mal que bien se cumplen, pero en una dictadura que se construye a partir de un golpe de estado -que no otra cosa fue la Revolución de Octubre- y se mantiene con la violencia tras cinco años de guerra civil-, la instauración de un régimen de partido único exige un líder único. Siempre ha sido así. Si a esto añadimos una personalidad tan tortuosa como Stalin se puede empezar a vislumbrar algo.
Algunos hemos perdido el tiempo durante años tratando de desentrañar los elementos ideológicos del stalinismo, una de las tareas más inanes por inútil de cuantas puede emprender la teoría política. Detrás del marxismo-leninismo-stalinismo no hay más que las necesidades doctrinales de un estado totalitario y corrupto que hoy puede observarse en su grado más alucinante con la dinastía de los King en Corea del Norte o en su versión más edulcorada de Vladimir Putin. Siempre dominando, el miedo y la violencia.
Convirtió una sociedad de siervos en una fortaleza inmune a la realidad hasta que sus herederos descubrieron que “lo que no se puede, además es imposible”, que definió el taurino
No hay tirano sin fieles, como no hay religión sin creyentes, ni estadista sin lacayos. Aquí es donde entra la supuesta ideología como señuelo de la inteligencia. Por eso es de razón referirse al aniversario de la muerte de Stalin, porque lo suyo traspasó el ámbito de lo común y se hizo leyenda. El supuesto compañero más amado de Lenin, el vencedor de la Gran Guerra Patria, el constructor de la segunda potencia militar del planeta, el jefe de un imperio ideológico donde menudeaban las mentes más preclaras de la cultura, el que llamaba “ingenieros del alma” a los literatos. Todo es incierto y la mayoría falso, pero demuestra que con las palancas del miedo y de la violencia puedes alcanzar lo imposible. Convirtió una sociedad de siervos en una fortaleza inmune a la realidad hasta que sus herederos descubrieron que “lo que no se puede, además es imposible”, que definió el taurino. Pero dejó la costra, de la que no nos libraremos en décadas. Y aún más, dejó un silencio construido de rubor recóndito, intrasmisible.
Cuando Stalin concedió audiencia en octubre de 1948 a los tres líderes del PC de España, Ibarruri, Carrillo y Antón, para repetirles insistentemente “terpenie, terpenie, terpenie” (paciencia, paciencia, paciencia), a la salida de la sesión litúrgica, Fernando Claudín, el dirigente preterido, interrogó a su entonces amigo Santiago Carrillo: ¿cómo es Stalin? Y el gran manipulador respondió con orgullo: “es más bajo que yo”. Así debería escribirse la historia y ayudaríamos a celebrar los aniversarios como lo que son, una parodia necesaria para la humildad y la vergüenza.