La discriminación antimusulmana es un obstáculo insuperable para la integración de un colectivo con una tendencia a cerrarse sobre sí mismo por el carácter totalizador de su religión, y que difícilmente va a abrirse a quienes le desprecian. Es precisa una labor de pedagogía social, que no se limite a generalizaciones y a ensalzar los valores estéticos del mundo islámico.
En El tercer hombre Orson Welles se burlaba de las supuestas excelencias de Suiza, al insinuar que toda la contribución de los helvéticos a la historia había consistido en el invento del reloj de cuco. En estos días, acaban de proporcionar un nuevo argumento para la burla, haciendo explícito su racismo con un referéndum victorioso destinado a prohibir los alminares en las mezquitas.
La humillación del colectivo musulmán resulta garantizada, sin que por otra parte sea dado suponer que la afluencia a las mismas vaya a disminuir. Todo lo contrario: acudir a una mezquita en Suiza, aun no siendo creyente, se ha convertido en un acto de expresa defensa de los derechos humanos. Y además por la historia del islam sabemos que del sentimiento de humillación al radicalismo hay sólo un paso.
La significación negativa del episodio va, sin embargo, mucho más lejos. Entre otras cosas porque lo sucedido en Suiza, el triunfo de las tesis racistas (versión islamófoba) manifestadas abiertamente por un partido minoritario, y rechazadas por los demás grupos políticos, es prueba de que por debajo de la salud aparentemente normal de una sociedad en ese tema, se da un racismo ampliamente difundido, tal vez mayoritario, que no se deja ver con facilidad en las encuestas de opinión. Es un problema que no se limita a Suiza y tampoco al rechazo del islam, aun cuando la islamofobia se haya convertido en su manifestación más visible. Recuerdo el caso de un conocido, hombre de izquierda y bien bajito, que a la menor ocasión clama contra los enanos ecuatorianos. De forma más representativa, son conocidos de todos los insultos racistas que proliferan en los estadios contra los jugadores de color, y especialmente las manifestaciones populares que aquí y allá se oponen a la construcción de mezquitas.
Un espectro recorre Europa, y no es precisamente el de la revolución comunista. Lévi-Strauss nos recuerda la propensión espontánea al rechazo del otro en las sociedades primitivas, que desde mediados del siglo XIX encontró un campo abonado en los movimientos migratorios, con el trabajador venido de fuera al que se discriminaba en cuanto un colectivo de inmigrantes superaba una determinada proporción de la fuerza de trabajo. En un período de crisis económica, y aunque ésta no sea por supuesto su causa, el racismo se convierte en un fácil y rentable chivo expiatorio.
Los sentimientos de fraternidad y de igualdad son construcciones culturales a los que contribuyeron la mentalidad democrática y el internacionalismo socialista. En un tiempo como el actual, de crisis económica, individualismo posmoderno y nuevo auge del multiculturalismo defacto por causas demográficas, no cabe confiar en el «todo va a lo mejor en el mejor de los mundos» para evitar el ascenso imparable del racismo, con todas sus secuelas perversas.
El mejor ejemplo de ese proceso de degeneración nos llega de Italia. El racismo se encontrará allí como un pez en el agua. Con el soporte de su monopolio de la televisión, la deriva autoritaria impulsada por su primer ministro erosiona uno tras otro los valores democráticos, haciendo evocar más de una vez un pasado no lejano. No en vano su himno, Viva l’Italia. Meno male che Silvio c’è, se cierra con un coro de marujas exaltándole ante el EUR, la construcción emblemática del fascismo modernizador en Roma, y acaba de absorber en su Pueblo de la Libertad incluso a los dos grupúsculos de la extrema derecha que le faltaban. Pero el verdadero núcleo fascista del Gobierno italiano es la Liga Norte, un partido xenófobo de fuerza creciente, que anuncia y practica la caza y captura de los inmigrantes por las menores causas. Su portavoz, Roberto Calderoli, se apuntó como era de esperar a la condena suiza de los minaretes y ya en 2006 celebró la victoria en el Mundial, por ser Francia un país de «negros, islamistas y comunistas». Lo malo es que la legislación persecutoria de los inmigrantes -uno legal recibe multa de 2.000 euros si olvidó el documento en casa, la ilegalidad es delito grave- se ve acompañada por unos usos sociales donde impera la discriminación más radical, asumida por gentes que hasta hace poco votaban a la izquierda. Fuera negros, rumanos, musulmanes. No a las mezquitas. No a Turquía en Europa.
El racismo institucional y el cotidiano se alimentan recíprocamente. «En Italia el racismo es ‘un pensamiento común’ y de modo maldito habitual -concluyen las autoras de un reciente Informe sobre el racismo en Italia-. La Italia racista presenta una geografía del odio que especialmente entre fines de 2008 y comienzos de 2009 alcanzó cotas de violencia nunca antes observadas». Con intensidad por fortuna menor, el panorama de otros países europeos ofrece rasgos similares de rechazo profundo del otro, acumulación de tópicos peyorativos, infravaloración del racismo en encuestas y elecciones, pudiendo servir la tendencia a regular de modo cada vez más estricto la inmigración como coartada para legitimar indirectamente la actitud discriminatoria. Sobran los indicios entre nosotros.
El racismo no es exclusivamente maurófobo o islamófobo. El citado informe italiano destaca que los ataques a musulmanes son sólo una minoría, con inmigrantes y gitanos como blancos principales.
Ahora bien, la situación en España o Francia no sólo es distinta, sino que la discriminación antimusulmana constituye un obstáculo insuperable para la integración, no la asimilación, de un colectivo millonario que ya contiene una tendencia a cerrarse sobre sí mismo por el carácter totalizador de su religión, y que difícilmente va a abrirse a quienes le rechazan y desprecian. Al mismo tiempo que ha de intensificarse la persecución de las conductas xenófobas y totalitarias, empezando por la escuela, o las bandas organizadas de ese signo, es precisa una labor de pedagogía social, que no puede limitarse a las generalizaciones y a ensalzar los valores estéticos del mundo islámico.
Como paso previo para una imprescindible proyección del conocimiento sobre la sociedad, el Gobierno debe empezar por enterarse, de un lado, qué es islam (una religión monoteísta cuya construcción teológica la hace merecedora de pleno reconocimiento), qué es islamismo (considerar vigente la sharía, con la posible desviación en el tema mujer hacia usos y prácticas punitivas incompatibles con el Estado de derecho) y qué es yihadismo (hoy con el punto de mira en al-Andalus). La normalización cultural y religiosa, partiendo de la construcción de suficientes mezquitas y espacios de sociabilidad (y de con-sociabilidad) debiera ser una tarea razonada y explicada tanto a los inmigrantes creyentes como al conjunto de los españoles.
Los problemas no deben ser rehuidos en el marco de una información objetiva; todo lo contrario. Y en éste, parafraseando a Gramsci, es preciso conjugar el pesimismo de la razón, habida cuenta de la evolución reciente, con el optimismo de una voluntad guiada por ese mismo conocimiento.
(Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política)
Antonio Elorza, EL PAÍS, 31/12/2009