ARCADI ESPADA, EL MUNDO 28/12/13
· Leo a Robert Trivers y este ensayo sobre el engaño y el autoengaño, La insensatez de los necios (The folly of fools), desigual pero fecundo, y del que lo que menos comprendo –si no es por un comercial juego de palabras– es este fools (necios, tontos) del título, que a mi juicio más bien habría de trocarse en liars (mentirosos). El libro examina todas las posibilidades del engaño, desde las individuales a las colectivas. Y Trivers, que es a la vez hombre de ciencias y de letras, historiador y biólogo, y un escritor moderno y agudo, no desdeña tampoco la posibilidad de convertirse en objeto de la propia investigación, en un estupendo capítulo postrero donde indaga sobre su vida a la luz de sus mentiras más o menos cometidas. Una de las ideas fundamentales y más luminosas del libro está recogida en la solvente crítica que Teresa Giménez Barbat hizo para El Cultural: «El mejor mentiroso no es aquél que simplemente engaña o confunde al prójimo, sino quien consigue mentirse primero a sí mismo para no desvelar así las señales típicas de quien es consciente de que no dice la verdad, y que el otro podría leer».
Puedes imaginar fácilmente que el primer impacto de la lectura se dirige al corazón de tus mentiras privadas, y de ahí que el epílogo tenga tanto sentido. De hecho, uno sale de este libro con dos posibilidades, incluso compatibles. La primera, el refinamiento de sus engaños, incluido el autoengaño (alude Trivers a que el autoengaño podría ser un oxímoron entre yoes: «¿Cómo puede ser que el yo engañe al yo?», si no fuera porque la información verdadera se aloja en el inconsciente y la falsa en la conciencia). La segunda es el firme propósito de dejar de mentir por una especie de imperativo ético que casi es estético.
Pasado el trance privado, sin embargo, comprenderás que mi interés se desplace hacia las mentiras colectivas. Trivers tiene un largo capítulo sobre los falsos relatos históricos donde luchan briosamente (a veces, a puñetazo limpio) el biólogo y el historiador. Así comienza: «Las narraciones históricas falsas son mentiras que nos contamos acerca de nuestro pasado histórico, cuyo objetivo es autojustificarnos y glorificarnos. Sugerir que somos especiales, que también lo son nuestros actos y que lo fueron los de nuestros antepasados. Que nuestros actos no son inmorales, de modo que no le debemos nada a nadie. Los relatos históricos falsos son un autoengaño de carácter grupal porque son muchos los que creen la misma mentira. Si uno puede convencer de una falsedad a la gran mayoría de la población, cuenta con una gran fuerza para lograr la unidad grupal».
El examen de la situación catalana a la luz del autoengaño colectivo es una tentación de la que me he librado hace ya bastante tiempo y de la mejor manera wildeana posible, que es caer en ella. Las tesis de Trivers iluminan este misterio que siempre ronda tantos procesos sociales: cómo un selecto puñado de convencidos logra convencer a las masas. Es decir, por señero ejemplo histórico, cómo unos lograron convencer a tantos de que «el pueblo alemán debe tener el espacio vital que necesita». La primera condición está clara: las vanguardias revolucionarias están formadas por febriles autoengañados que se replican.
Hemos hablado hasta casi cansarnos de las mentiras catalanas, del constructor de ficciones que caracterizan la ambición épica nacionalista. Lo que me interesa ahora de verdad, en el borde del año borde, es cómo reaccionará este colosal autoengaño colectivo a la presión de la realidad. Hemos coincidido más de una vez en que la iniciativa de Mas supone la desaparición en la práctica de la política. La política es un juego donde todos ganan, como el de aquella suerte de peonza de los Geyper. La política es lo que permite decir «¡triunfé!» al vencedor y al vencido de una noche electoral. La política son los tres nunca, nunca, nunca de Romanones, «y cuando digo nunca digo de momento».
Es decir, este tipo de mediocridades, tan objeto frecuente de sátiras, yo mismo, que permiten evitar de vez en cuando alguna guerra civil. Mas, por el contrario, ha convertido su iniciativa en una suerte de suma cero, donde alguien inexorablemente va a perder. Es cierto que el presidente ha tomado aparentes precauciones ante la posibilidad de que el referéndum no pueda hacerse. Se basan en sustituirlo por unas elecciones llamadas plebiscitarias, ¡que son la cumbre del autoengaño nacionalista! Obsérvalo. Los nacionalistas se abstendrán de convocar un referéndum si no es legal. Y su alternativa es convocar unas elecciones con el propósito de declarar la independencia. El correlato de esta monumental pantomima no puede ser otro que la aparición enfática ante su pueblo de Mas confesándole: «No podemos declarar una independencia ilegal».
El historiador Josep Fontana, experto en el XIX español y veterano independentista, se mostraba escéptico ante el proceso separatista «porque cualquier independencia requiere de una guerra de la independencia». No es exactamente así, porque Eslovaquia, valga un ejemplo, alcanzó una suave independencia de terciopelo. Pero al historiador no le faltaba razón profunda. En 1714 no habrá guerra, no habrá revolución de terciopelo, no habrá independencia. Pero habrá algo más real e interesante que todo eso y es la gestión política, social, psiquiátrica del autoengaño. La cuestión inquietante es que ninguna comunidad de mi tiempo ha llegado tan lejos en la organización de una ficción colectiva para adultos.
ARCADI ESPADA, EL MUNDO 28/12/13