Joege Martínez Reverte-El País
Sus militantes no eran terroristas, aunque la organización buscara la lucha armada
El 2 mayo de 1973, los militantes de cualquier partido de oposición a la dictadura franquista y, muy especialmente, los afiliados al Partido Comunista de España, leían en los periódicos la confirmación de una noticia que había corrido por Madrid la noche antes: un joven policía de la Brigada Político-Social (BPS), Juan Antonio Fernández, había sido asesinado a navajazos la noche antes durante una manifestación en la calle de Santa Isabel de la capital española.
Para los militantes antifranquistas, la noticia era la señal de que, como otras veces, era preciso desaparecer del domicilio habitual para que la policía política no tuviera un pretexto, que podía significar la tortura o la cárcel para quien tuviera la mala suerte de que quien le interrogara pensara que tenía algo que ver con algo.
La policía franquista no solía hacer ascos al historial de ningún detenido, pero si, como en esta ocasión, había una víctima de la BPS, los agentes tenían un fuerte incentivo para trabajar en el asunto. Tuvieron que entrar en un universo nuevo, el de la disidencia comunista que no dejaba de lado la violencia. También tuvieron sus momentos de disfrute, como el tiempo que se les regaló con los detenidos después de ese 1 de mayo en el patio del Palacio de Correos. Pero es cierto que allí no hubo muertos.
La manifestación de Santa Isabel había sido convocada por el casi desconocido Partido Comunista Marxista-Leninista, que dirigía una mujer, Elena Ódena, desde Suiza, y por el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), que presidía Julio Álvarez del Vayo, quien había sido ministro de Estado, o sea, de Asuntos Exteriores, de la República.
Los militantes de las dos organizaciones, que eran en realidad una sola, el PCE M-L, hablaban del PCE como si se tratara de una más de las tramas de la dictadura. El PCE había definido, ya unos años antes, su política de reconciliación nacional, basada en los mismos principios que inspiraron el famoso discurso del presidente de la Segunda República, Manuel Azaña, de 1938: Paz, piedad y perdón.
Julio Álvarez del Vayo y Elena Ódena tenían otra visión de las cosas, que pasaba por el uso de la violencia. Y, frente a la posición liquidacionista de los comunistas oficiales, tenían una estrategia que ofrecer al pueblo español para que se librara de la dictadura: la insurrección popular. En su imaginario, al asesinato de un policía le seguirían muchas acciones protagonizadas por el pueblo.
Las mujeres del barrio de Malasaña, por ejemplo, recordarían la insurrección antifrancesa de 1808 y tirarían macetas contra la policía para defender de la represión a los luchadores que venían a liberarles, de paso, del yugo del imperialismo americano, que era tan sentido, como se puede imaginar, entre el pueblo español.
Los militantes marxistas-leninistas usaban la palabra patria casi tanto como los franquistas de ahora, aunque no querían decir lo mismo con ella. Bueno, eso decían.
Poco a poco, lo del FRAP dejó de ser una broma, si es que alguna vez lo pareció. En pocos meses, hasta seis miembros de las fuerzas de seguridad fueron asesinados por los comandos de la organización. Eran menos experimentados que los etarras que les inspiraban, pero tenían un impulso similar. Los policías que investigaban los distintos atentados ya no perdían el tiempo torturando a otros militantes de otros partidos, porque el FRAP tenía una entidad propia. Eso sí, en su interior ya había fraguado el divorcio entre los militantes que buscaban la vía violenta y los que veían cómo el franquismo se desmoronaba sin necesidad de que hubiera una nueva Guerra Civil.
Un número apreciable de pintores, compositores y toda clase de intelectuales se apuntaron al FRAP, atraídos sobre todo por su reivindicación de los perdedores de la guerra, y por un rechazo visceral a la prepotencia comunista, su hegemonía incontestable en la lucha contra Franco.
El FRAP, como tantas otras organizaciones de la época, existía porque existía el franquismo, y era violento porque el régimen de Franco lo era. El fusilamiento de tres de sus militantes, junto a dos de ETA, supuso el canto del cisne de la organización. Luis Eduardo Aute compuso, en una larga noche de vigilia, para esos cinco hombres juzgados sin la menor garantía, una de sus mejores canciones, Al alba. Era el 27 de septiembre de 1975 y la última vez que el caudillo, ya muy enfermo, enviaba un mensaje de muerte a los españoles.
La aventura del FRAP llegaba ya a su fin. Con el franquismo murió, casi al mismo tiempo. En 1978 se produjo la disolución oficial de la organización, cuando España ya tenía una Constitución democrática por la que sus militantes no habían luchado. Los que no habían practicado la violencia, que eran la mayoría, casi todos, fueron recalando en otros partidos de izquierda. No eran terroristas, aunque su organización buscara la confrontación armada.