RUBÉN AMÓN-El Confidencial

Las últimas elecciones y la ceremonia catártica del 16-J rehabilitan un viaje a la moderación y al pudor institucional que Sánchez está llamado a pilotar mientras naufraga Iglesias

Las recientes elecciones y el ceremonial catártico por las víctimas del coronavirus han servido de ejemplos para la restauración del ‘sistema’. No es que hubiera desaparecido, pero se han extinguido los movimientos políticos y sociales que aspiraban a subvertirlo o transformarlo.

El caso más concluyente es el de Pablo Iglesias como representación de la ‘nueva política’ y como timonel fallido de la regeneración. El líder de Unidas Podemos ha saboteado el proyecto coyuntural que lo puso al frente del cambio. Y que él mismo ha malogrado incurriendo en un ejercicio asombroso de cesarismo, propaganda y autodestrucción. Iglesias ni siquiera tiene ya a quién atribuir sus errores. La depuración progresiva ha sacrificado todas las cobayas.

Pablo Iglesias creó Podemos. Iglesias, Pablo, lo ha destruido. Es parecido al caso de Albert Rivera y Ciudadanos, con la diferencia de que el partido naranja nunca desempeñó un propósito antisistema ni disruptor. Pertenecía al engranaje institucional con la versatilidad de la bisagra. Y formaba parte de los mecanismos integradores, al menos hasta que la ambición de Rivera precipitó un gravísimo error de lectura y de interpretación políticas.

Las elecciones gallegas han borrado del mapa a Podemos Ciudadanos. No puede derivarse de aquellas una extrapolación nacional ‘perfecta’, pero sí reconocer los síntomas que rehabilitan las antiguas coordenadas del bipartidismo y el vigor tradicional del nacionalismo. Prevalece todavía un Parlamento nacional balcanizado como expresión aritmética de la antigua heterogeneidad, pero se diría que el caleidoscopio de la Cámara Baja es el reflejo de una estrella muerta.

Regresa el sistema. Y se percibe el retorno a la moderación. Ni siquiera los partidos nacionalistas exageran sus pretensiones. La crudeza del coronavirus en sus derivadas sanitarias y económicas ha relativizado las frivolidades identitarias. El propio Torra, sobrepasado por las emergencias de la realidad, acudió a la misa laica el 16-J. Y se atuvo al escrúpulo institucional que reivindicaba la ceremonia. No solo porque la oficiaba el Rey, sino porque el rito escenificaba todas las entrañas del sistema con el orgullo de un viejo paquidermo: el poder judicial, los organismos comunitarios, el poder ejecutivo, los símbolos legislativos, el equilibrio autonómico, los partidos políticos. Se ausentaron Bildu, Esquerra, la CUP… y Vox, más o menos como si unos y otros partidos aspiraran a reconocerse y a congratularse en la periferia del antisistema y de la antipolítica. Ocupan una trinchera pintoresca y estrafalaria. Y reflejan la nostalgia de una época muy cercana en el tiempo, pero muy lejana en su actualidad y credibilidad.

Feijóo ha indicado el camino del PP, del mismo modo que han hecho los barones socialistas y los ministros del PSOE más centrados

El escarmiento de las últimas elecciones subordina la España de la crispación y de los antagonismos. Han ganado los partidos de orden y de buen gobierno —el PP en Galicia, el PNV en Euskadi—. Y se ha desprendido un mensaje subliminal que requiere de Sánchez más cordura y conciliación que nunca. No es su estilo, ya lo sabemos, pero la profundidad inequívoca de la crisis económica y la debilidad de Pablo Iglesias predisponen más que nunca un ejercicio de responsabilidad y un esfuerzo de mediación que Pablo Casado debe asumir en términos parecidos. Feijóo ha indicado el camino del PP, del mismo modo que han hecho los barones socialistas y los ministros del PSOE más centrados. Hay una España moderada y un consenso parlamentario que aleja la legislatura de los extremismos. Pedro Sánchez está llamado a congregarla.

Era el mensaje que trasladaba la ceremonia purificadora del 16-J. Felipe VI la ofició con empaque, esfuerzo pedagógico y sobriedad, aunque la credibilidad del ‘sistema’ también exige la rehabilitación y saneamiento de la monarquía. Conspiran contra ella los movimientos radicales y las fuerza soberanistas. Y el propio Gobierno se recrea en una cínica ambigüedad, pero los mayores enemigos de Felipe VI son: su propio padre y los cortesanos que encubren las fechorías como si fueran un mero despecho sentimental de Corinna.