- Esa depuración étnica fraguó la actual hegemonía nacionalista al relegar a la irrelevancia a quienes más sufrieron el horror. Legalizada por Zapatero y blanqueada por Sánchez, ETA no necesita matar para mandar. Lejos de ser derrotada políticamente, dicta la suerte de España por medio de otro apartheid
Mientras Pedro Sánchez transforma La Mareta en el chiringuito de Mojácar del que era cliente asiduo antes de ser presidente huyendo de una España en llamas y cae en las brasas de la cárcel de papel de la prensa internacional, al tiempo que la izquierda Prestige se revuelve contra el PP con su pancartera vicepresidenta Yolanda Díaz al frente, pues ella no está para achicar agua ni sofocar fuegos, según dijo la portavoz adjunta de Sumar, el Gobierno favorece los frentes activos del racismo de curso legal de sus cuates separatistas. Mas pronto que tarde se apagaran las llamas de estos pirómanos del «cambio climático» –tanto los presos por la Guardia Civil como quienes explotan ese mantra para lavarse las manos como Poncio Pilatos–, pero su odio no remitirá al ser parte del ADN de un nacionalismo que usa además el idioma dizque propio para su limpieza étnica.
Ante esa intransigencia con visos de oficialidad, el Gobierno blande supuestas políticas antirracistas que sólo pretende demonizar a la oposición siguiendo el Pacto del Tinell de 2003. Merced a él, el PSC, ERC e ICV constituyeron gobiernos tripartitos de la Generalitat presididos por socialistas –primero, Maragall; luego, Montilla, y hoy, Illa– y conjurados para excluir de las instituciones al PP y ahora también a Vox. Para finiquitar 23 años de pujolismo, el PSC simuló que lo mudaba todo para dejarlo tal cual: asumió el nacionalismo y enjalbegó la xenofobia de ERC apelando a su izquierdismo como dos décadas después ha obrado el sanchismo con los etarras para asaltar La Moncloa. De esta guisa, «Noverdad» Sánchez cerró el circulo infernal que abriera el exconsejero-jefe de Maragall y exlíder de ERC, Carod-Rovira, en Perpiñán para que ETA no atentara en Cataluña y se resarciera fuera. Así, Sánchez ha adoptado la falsilla del Tinell para aliarse con los enemigos de la nación y alzar un muro contra media España.
Con ese marco de referencia, en el Bilbao liberal que resistió heroicamente 125 días al sitio carlista en 1874 y que Unamuno rememora en su primera novela Paz en la guerra, el alcalde peneuvista Juan Mari Aburto reponía estos días en odres nuevo el viejo racismo de Sabino Arana. En vísperas de la Semana Grande, señalaba que «no quiero que Bilbao se convierta en ningún pueblo del sur del Estado y que no se tenga respeto a la Policía Municipal o a la Ertzaintza». Manda huevos –Federico Trillo dixit– cuando el terrorismo etarra de nuevo cuño se enseñorea de la villa y ensalza a los matarifes humillando a sus víctimas.
Ciertamente Aburto no ha rajado esta vez de «ese pueblo al norte de Marruecos», pero destilaba la xenofobia sabiniana que oponía el pueblo sureño «cuyos bailes peculiares son indecentes hasta la fetidez» y el del norte «cuyas danzas nacionales son honestas y decorosas hasta la perfección». Como aquel regidor nacionalista que prohibió bailar «agarrao» en 1908 porque era centralista, Aburto debió decirse: «¡Fuera complejos!» teniendo en cuenta que, según el padre del PNV, «el vizcaíno es de andar apuesto y varonil; el español, o no sabe andar o si es apuesto es tipo femenil». Ante la tremolina, se ha justificado con que no se le ha entendido bien cuando, por una vez, se ha comprendido a la perfección a un pope del partido de la ambigüedad. Claro que, valga el exordio, el diestro sevillano Borja Jiménez se cobró este miércoles su venganza en el mismo Bilbao al hacer historia indultando un morlaco con el elocuente nombre de «Tapaboca».
Entretanto, tras agenciarse la Generalitat dando gato por liebre a los castellanoparlantes, la Cataluña de Illa no deja de registrar episodios de xenofobia como el protagonizado contra la heladería argentina «Dellaostia» por energúmenos de ERC al no atender sólo en catalán. Ello ilustra el apartheid que rige en una autonomía en la que la lengua mayoritaria es la de toda España –el castellano–, pero en la que ésta es oprimida por autoridades que contravienen la Constitución y los Derechos Humanos. Entretanto, Sánchez prioriza diplomáticamente el reconocimiento internacional del catalán y posterga el interés general.
Bastó que una empleada no entendiera la palabra «maduixa» (fresa) para que rugiera la marabunta «lazi» con amenazas y pintadas de «fascistas» como en la Alemania nazi contra los judíos. Al evocar a los matones hitlerianos y la tradición camisapardesca de ERC, el tal Guillem Roma emocionaría a su líder, Oriol Junqueras, quien diferencia los genes catalanes de los españoles al asemejarse aquellos a galos, italianos y suizos. Este Alain Delon secunda al doctor Robert, edil de Barcelona a fines del XIX, que basaba su separatismo en el singular cráneo catalán.
Todo ello cuando el prófugo Puigdemont supedita los permisos de residencia al dominio del catalán como barrera étnica en la Europa sin fronteras. Luego de negar el derecho –como a la niña de Canet– a la enseñanza en español contra lo dispuesto por los tribunales en favor de los «santos inocentes» de estos herodes. Mediante la delación y persecución lingüísticas, imponen la adscripción obligada al nacionalismo si no quieren ser desplazados a la marginalidad y al desprestigio social.
En este brete y desamparo, a estos heladeros argentinos se les obliga a plegarse o a marcharse como hizo el pintor norteamericano de origen irlandés Sean Scully. Atraído por las luces de la cosmopolita Barcelona de 1992, cogió el portante harto de que «griten a nuestro hijo, o a nosotros, por no hablar en catalán». «No pudimos soportar esa mierda», aseveró estupefacto, tras subrayar que, en Irlanda, hay catalanes que se comunican en inglés sin que se les afee que no manejen el irlandés «al sobrentenderse que los países con lenguas propias son bilingües».
Esa estrategia de linchamiento y depuración ya cosechó sus frutos podridos en el País Vasco, donde ETA perpetró más de 1.000 asesinatos y produjo el éxodo de 100.000 ciudadanos alterando el censo electoral y el devenir autonómico con estos delitos de lesa humanidad. Esa depuración étnica fraguó la actual hegemonía nacionalista al relegar a la irrelevancia a quienes más sufrieron el horror. Legalizada por Zapatero y blanqueada por Sánchez, ETA no necesita matar para mandar. Lejos de ser derrotada políticamente, dicta la suerte de España por medio de otro apartheid como el que hoy se oficia en Cataluña. Su frágil convivencia se derrite como un helado que no merece ser degustado por canallas que se arrogan un derecho de admisión que no les pertenece y cuya malignidad criminal quema la sangre de las personas de bien.