ANA CARMONA CONTRERAS-EL PAÍS

  • Las reformas propuestas sobre la sedición, la malversación y la renovación del Constitucional deberían haber recibido un tratamiento menos acelerado y que propiciase un debate más acorde con su transcendencia jurídica

La proposición de ley orgánica que, con la finalidad de proceder a la transposición de distintas normas de la Unión Europea en materia penal fue presentada en el Congreso de los Diputados por los grupos parlamentarios socialista y de Unidas Podemos, en su redacción originaria incorporó una disposición para derogar el delito de sedición, sustituyéndolo por otro de desórdenes públicos agravados. Más recientemente, en el curso de su tramitación parlamentaria, se han incorporado significativas novedades bajo la forma de dos enmiendas que merecen especial atención. Por una parte, Esquerra Republicana ha propuesto reformular la configuración del delito de malversación y las penas con las que se castiga. Por otra, las fuerzas parlamentarias que integran la coalición de gobierno han planteado la modificación de las mayorías y el quórum exigido para designar a los dos magistrados del Tribunal Constitucional por el Consejo General del Poder Judicial, como respuesta al bloqueo sostenido por la mayoría conservadora de sus vocales, que persisten en mantener una actitud de flagrante incumplimiento de su deber constitucional y legal. Dejando a un lado la valoración sustantiva que merecen tales iniciativas, en tanto que manifestación de decisiones de política legislativa adoptadas por el Gobierno y sus socios parlamentarios, me centraré exclusivamente en analizar las implicaciones que en términos de calidad democrática trae consigo el uso de la técnica normativa empleada durante la tramitación de la proposición de ley y las enmiendas apuntadas.

Desde una aproximación al tema en términos procedimentales, el primer elemento a reseñar es que, apartándose de la que se afirma como tendencia predominante a la hora de articular las iniciativas legislativas en nuestro ordenamiento, no ha sido el Ejecutivo el que ha impulsado el procedimiento mediante un proyecto de ley dirigido al Congreso. Por el contrario, este se ha activado gracias a una proposición de ley que, haciendo uso de la facultad atribuida por la Constitución, han presentado los dos grupos parlamentarios que integran la coalición de gobierno. Recurrir a esta vía genera importantes consecuencias con respecto al proceso de gestación normativa, fundamentalmente porque su utilización obvia toda la serie de actuaciones preliminares que necesariamente acompañan a dicho proceso cuando este parte de la esfera gubernamental. Se trata de trámites previstos legalmente, con una naturaleza y alcance diversos, pero cuya finalidad común es lograr una mejor regulación. Así, para reforzar la calidad técnica de las normas se establece la previsión de informes preceptivos pero no vinculantes que deben evacuar órganos de naturaleza técnica como el Consejo de Estado, en tanto que “supremo órgano consultivo del Gobierno”. Por su parte, al objeto de optimizar la efectividad y eficiencia de la regulación que se acomete, se introduce la obligación de acompañar los proyectos de ley de una memoria de impacto normativo, que debe incorporar consideraciones sobre una serie de cuestiones fundamentales (económicas, administrativas, de género, etcétera) que han de ser tenidas en cuenta para garantizar los objetivos perseguidos. El incremento de la transparencia y, por ende, de la dimensión democrática de la regulación, se perfila como otro de los ejes esenciales de esta fase prelegislativa, estableciéndose con carácter obligatorio el desarrollo de consultas y audiencias públicas mediante las que se atribuye expresamente a los sectores y sujetos concernidos por la iniciativa normativa la facultad de posicionarse al respecto. Reiterando la indudable constitucionalidad de que los representantes parlamentarios de la ciudadanía presenten proposiciones de ley ante las Cámaras, no puede pasarse por alto la circunstancia, ciertamente paradójica, de que la elección de esta opción produce un innegable efecto reductor sobre el alcance de ese debate participativo que acompaña a la decantación de contenidos reguladores cuando la iniciativa legislativa parte del Gobierno. Así pues, cuando las fuerzas políticas mayoritarias optan por presentar una proposición de ley en materias tan sensibles como las abordadas en este caso, resulta necesario ofrecer las correspondientes justificaciones. Con ello, se hubiera contribuido a disipar las dudas que provoca su uso, neutralizando la percepción de que estamos ante una vía elegida para eludir los canales participativos que, con carácter preceptivo, se activan en la fase que precede a la aprobación de los proyectos de ley por el Ejecutivo.

Otro de los flancos insatisfactorios relativos al modus operandi empleado remite al hecho de que la opción de iniciar la discusión de las reformas propuestas en sede parlamentaria no haya venido acompañada por su tramitación a través del procedimiento legislativo ordinario. En su lugar, se ha preferido la vía de urgencia, lo que trae aparejado que los plazos establecidos para el desarrollo de los distintos trámites se reduzcan a la mitad. De este modo, el iter legislativo gana en agilidad procesal y permite la aprobación de la normativa en un tiempo decididamente más breve. No obstante, la complejidad de los temas abordados por la proposición presentada, así como la envergadura de las reformas propuestas, deberían haber recibido un tratamiento menos acelerado y que propiciase un debate más acorde con su transcendencia jurídica. Ignorando tal exigencia se ha desaprovechado la ocasión para dotar a los cambios auspiciados en el Código Penal de un grado reforzado de legitimidad democrática por lo que a su dimensión deliberativa se refiere.

Una última consideración crítica sobre el escaso rigor técnico que acompaña a la tramitación legislativa apunta a la presentación de las enmiendas relativas a la reforma del delito de malversación y a los cambios en el mecanismo de designación de magistrados del Tribunal Constitucional por el Consejo General del Poder Judicial. Debe tenerse en cuenta que la previsión de eliminar la sedición, que en su redacción originaria ya incorpora el texto de la proposición, aporta un elemento de heterogeneidad material que, atendiendo a la jurisprudencia constitucional, no genera la inconstitucionalidad de la ley, sino un mero defecto de técnica legislativa (STC 136/2011). A partir de tal consideración, la enmienda referida a la malversación vendría a incrementar en términos cuantitativos ese previo carácter transversal que debería haberse evitado. Mucho más problemática, por el contrario, es la enmienda sobre la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial, puesto que esta no se circunscribe al ámbito de lo penal, sino que opera en una esfera ajena (el Consejo General del Poder Judicial). Según la interpretación sostenida por el alto tribunal (STC 119/2011), la facultad de presentar enmiendas a un texto legislativo no resulta ilimitada en términos materiales, exigiendo que las mismas guarden una mínima conexión de homogeneidad temática con el objeto del texto legislativo al que se refieren. Consecuentemente, rechaza que puedan presentarse bajo la apariencia formal de enmiendas parciales lo que en el fondo vienen a ser verdaderas proposiciones de ley cuya pretensión es dar lugar a un cambio legislativo en toda regla. En tales supuestos, se produce un salto cualitativo más allá la defectuosa técnica legislativa, dando paso a una actuación que limita de forma indebida el derecho fundamental de participación política del que son titulares los representantes de la ciudadanía y que, por tanto, merece reprobación constitucional. La aplicación de esta doctrina al caso que nos ocupa suscita profundas dudas sobre la constitucionalidad de la enmienda relativa al Consejo General. En tales circunstancias, aunque la misma se justifique por sus promotores como un medio para superar la intolerable situación de abuso constitucional por quien incumple sus deberes (el Partido Popular y los vocales conservadores del Consejo), no logra eludir una exigencia tan elemental como es que el procedimiento legislativo impone el respeto de las normas establecidas. En definitivas cuentas, que el fin no justifica los medios.