Rosa Martínez-Vozpópuli

  • Se invoca tanto la palabra «feminismo» que una llega a sentir que debería entrar en las instituciones con armadura medieval

Confieso que hay días en los que una piensa que algo se nos ha roto por dentro como país. No por una catástrofe natural ni por un desplome económico descontrolado, sino por esas pequeñas señales que indican que hemos perdido el sentido del pudor. La última llegó en horario de máxima audiencia, durante un programa de televisión seguido por millones de jóvenes, cuando una presentadora, que además presume de ser abogada, aseguró con tranquilidad que la izquierda abertzale «era pacifista». No lo dijo en un mal momento, no se le escapó un verbo, no se trabó la lengua. Lo dijo porque podía. Porque en España, si la barbaridad la pronuncia alguien situado en el lugar político correcto, el escándalo dura exactamente lo que tarda ella misma en matizarlo.

Al día siguiente no pidió perdón, por supuesto. Eso ya sería esperar demasiado de un país donde pedir perdón es una excentricidad y rectificar, un gesto casi aristocrático. Aquí lo moderno es «matizar». La culpa, nos explicaba después, es que «se entendió mal», que «hablaba de un sector», que «era una parte». Claro que sí. ETA mató a casi mil personas y secuestró, extorsionó y aterrorizó a toda una sociedad, durante décadas, pero la presentadora se queja de que no queremos entenderla y que «parece mentira que haya que explicar esto». Lo que parece mentira es la poca vergüenza que tienen algunas personas a las que encima les ponen un micrófono o un altavoz en la boca. A España le falta memoria, pero sobre todo le falta respeto por sí misma.

Quizá la presentadora en cuestión no sea el problema, sino el síntoma. Un país que permite semejantes dislates en horario de máxima audiencia es el mismo que, sin despeinarse, escucha a partidos de izquierdas declararse «feministas» mientras acumulan escándalos sexuales a una velocidad impropia de un colectivo que se proclama guardián de la dignidad de la mujer. Se habla tanto de los derechos de las mujeres, se invoca tanto la palabra «feminismo» que una llega a sentir que debería entrar en las instituciones con armadura medieval. Porque encontrar a un dirigente de esos mismos partidos que no haya tenido un comportamiento impropio con alguna de las mujeres que le rodean, empieza a ser más difícil que encontrar un ministro que no llame fascistas o nazis a los periodistas que no le hacen preguntas pactadas.

En estos años hemos visto de todo: cargos que presumen de moral progresista intercambiando prostitutas como si fueran cromos, diputados y asesores enviando mensajes escabrosos sobre compañeras, otros que dan clase en universidades públicas a pesar de que consideran perfectamente razonable invitar a una alumna a «refrescarse» en el baño y que fantasean con poner a una mujer «a cuatro patas» y «azotarla hasta hacerla sangrar». Pero no se preocupe usted, todo esto sucede bajo gobiernos que se autoproclaman «los más feministas de la historia».

No ven, no escuchan, nada saben

Más inquietante aún es el papel de las mujeres dentro de esos mismos partidos. Mujeres que alzan el puño, elevan la voz, señalan al enemigo y recitan el catecismo feminista con una intensidad casi litúrgica, pero que no ven, no escuchan y no saben nada cuando el degenerado es un compañero de filas. Callan. Siempre callan. Callan cuando hombres de su propio entorno tratan a las mujeres como un trozo de carne. Callan cuando una menor es violada en grupo por inmigrantes. Callan cuando toca señalar al agresor equivocado, que no encaja en el relato. Y cuando no callan, gritan. Pero solo contra el adversario político, nunca contra el amigo que mete la mano donde no debe. Luego están esas tragedias usadas como munición emocional. Si un anciano de noventa años, con demencia senil, asesina a su esposa y después se suicida, lo convierten en símbolo nacional de la violencia machista en cuestión de minutos. Cuando una mujer lanza a sus dos hijos al vacío desde un décimo piso y se tira ella también, los titulares hablan más de accidente que de asesinato: «se precipitó». Vamos, casi que se cayó y que quería enseñar a los niños a volar, claro.

El Ministerio de Igualdad, mientras tanto, se entretiene gastando dinero público en fabricar campañas delirantes, informes absurdos y estudios que no resistirían un primer curso de estadística. Pero quizá no haya que pedirles más. ¿Cómo va a tomarse en serio la protección de las mujeres un ministerio que ni siquiera acierta a definir qué es una víctima? El BOE llega a considerar víctimas de violencia de género a mujeres que todavía no han denunciado, que ni siquiera han decidido si quieren denunciar, pero que «están en proceso de tomar la decisión». Lo que en mi pueblo siempre se ha llamado «si quieres, con sólo imaginarlo, puedes». Es una definición tan elástica que, si se estira un poco más, servirá para resolver cualquier necesidad política inmediata. Mientras tanto, los recursos destinados a proteger a mujeres en peligro real se siguen malgastando en chatarra tecnológica que falla a la primera de cambio. Se conceden contratos millonarios para sistemas que no funcionan y que han puesto en peligro a mujeres que confiaron en que el Estado iba a protegerlas. Pero si algo falla, siempre habrá un portavoz dispuesto a explicar que el problema no es el Ministerio, sino la «falta de perspectiva de género».

Lo terrible es que todo esto empieza a parecernos normal. Normal que una presentadora reescriba la historia reciente en televisión para blanquear a quienes optaron por el asesinato para defender sus ideas. Que el feminismo oficial calle cuando el agresor pertenece a los suyos. Que la política se rija por un cinismo de serie B. Y normal que las mujeres estemos cada vez más indefensas, porque las que dicen representarnos han decidido que lo importante es mantener el relato. Algo va mal en nuestro país. Muy mal. Y no es nuevo, pero cada día canta un poco más. Lo preocupante no es sólo la cantidad de barbaridades que tenemos que presenciar, sino también la exención de consecuencias. Y todavía si cabe, aún peor, que haya quien las aplauda.