- El estilo de Kirk podía resultar agresivo o burlón. Pero, por muy en desacuerdo que estuvieses, daba lugar a un desafío intelectual provechoso, a cierta fricción estimulante.
Charlie Kirk era un activista político estadounidense y el director ejecutivo de la organización conservadora Turning Point USA. También era amigo de Donald Trump y de J. D. Vance.
Tenía treinta y un años. Era una de las figuras más influyentes de la derecha estadounidense. Sobre todo entre los jóvenes. Estaba casado y era padre de familia. Tenía dos hijas.
Este miércoles le dispararon un balazo en el cuello en el campus de la Valley University en Utah, mientras hacía eso que tantas veces había hecho: dialogar con quien piensa diferente.
Las imágenes del asesinato son insoportables y, a su vez, inevitables. Están por todas partes. La sangre, los gritos. Y el miedo. Pero ya no se trata de un miedo reducido exclusivamente al momento de la acción. Se trata también de un miedo a futuro.
De lo que esto significa. De lo que esto podría provocar. Porque supone un ataque directo, no sólo contra una persona particular, sino contra los fundamentos de la libertad individual. Contra la libertad de pensamiento y conciencia y expresión. Contra la diversidad de opiniones. Contra la libertad de reunión.
Se percibe un cambio, una fisura. Una alteración en lo que antes se creía una remota posibilidad y que ahora se ha convertido en una trágica realidad.

El divulgador conservador Charlie Kirk. Reuters
Con estas imágenes en la retina colectiva, ¿quién accederá, sin reparos y sin miedo a la propia integridad física, a expresar ideas controvertidas o contrarias a la corriente de pensamiento predominante?
¿Quién optará por exponerse físicamente y no refugiarse detrás de la pantalla o de un avatar?
No es aventurado decir que el asesinato de Kirk es una ejecución a plena luz del día por sostener y expresar ciertas ideas. Tampoco es aventurado decir que el mensaje que ha dejado quien apretó el gatillo va a calar hondo, a menos que se ejerza una resistencia colectiva e intelectual de proporciones inmensas: una bala acalla cualquier debate.
Un rifle puede más que un buen argumentario.
Kirk era un personaje polémico, pero con una habilidad extraordinaria para el debate. Como un partido de ping pong de preguntas y respuestas, iba deshilachando una por una las cuestiones que le planteaban los universitarios y que solían girar en torno al aborto, los inmigrantes, los derechos de las personas transexuales o la (uno supondría sencilla) cuestión de definir qué es una mujer.
Su estilo podía resultar agresivo o burlón. Pero, por muy en desacuerdo que estuvieses, daba lugar a un desafío intelectual provechoso, a cierta fricción estimulante. A una incomodidad creativa que sólo se da en esas conversaciones que, precisamente por molestas, te zarandean y empujan en una dirección desconocida y sin explorar.
Conversaciones que te fuerzan a reflexionar. Que te obligan a cambiar de parecer.
En 1945, George Orwell escribió un lúcido prefacio para su obra Rebelión en la granja titulado The creedor ef he pres (“La libertad de la prensa”). Un texto, paradójicamente, censurado por sus editores, publicado en 1972, y en el que criticaba abiertamente la autocensura y la cobardía intelectual frente a las corrientes de pensamiento predominantes.
“Si la libertad significa algo, significa el derecho de decirle a la gente lo que no quiere oír”, escribió Orwell en este texto.
Cuando una sociedad se autoconvence de que las opiniones incómodas, difíciles o incluso desagradables no deben siquiera ser expresadas, se encamina hacia una ausencia alarmante de maleabilidad. Hacia un abismo incompatible con la libertad.
En una de sus múltiples intervenciones en campus universitarios, una mujer preguntó a Kirk por qué hacía lo que hacía. “Cuando la gente deja de hablar, es cuando surge la violencia”, respondió.
En otra ocasión, ante esta misma pregunta, Kirk dijo que cuando dejas de tener una conexión humana con quienes estás en desacuerdo resulta mucho más fácil querer cometer actos violentos contra ellos.
En este momento colectivo de incredulidad, de miedo, incluso de rabia. Cuando parece que la oscuridad se va ciñendo más y más sobre el campo de terreno intelectual, sobre la libre transmisión de propuestas ideológicas, sólo existe una respuesta posible: el coraje.
La valentía de seguir debatiendo. De estar abiertos al diálogo con quien piensa de forma absolutamente distinta. De nunca retirar el saludo a quien no opina igual.
Porque cuando deshumanizamos; cuando dejamos de hablar; cuando borramos la cara de nuestro interlocutor y le convertimos en un conjunto de características que nos son repulsivas, la única respuesta es la barbarie. A la vista está.