- Ver a miles de personas celebrar el asesinato de alguien que se dedicaba a visitar universidades y darle un micrófono a quien quisiera debatir con él ha sido una interesante caída del caballo.
Es curioso. Como periodista, llevo buena parte de mi vida rodeado de violencia política, pero el concepto continúa siendo una abstracción para mí. Se me antoja impensable, aunque la vea cada día porque trabajo en un diario. Pero es algo que sucede sólo en la pantalla de mi ordenador.
Claro, algo he leído sobre la Guerra Civil Española.
La revolución española vista por una republicana, de Clara Campoamor. De corte a checa, de Agustín de Foxá. Homenaje a Cataluña, de George Orwell. En defensa de España, de Stanley G. Payne. A sangre y fuego, de Chaves Nogales. Y algunos más.
Pero el clima del que brota una guerra civil es un misterio para mí. Cuando alguien dice aquello de «yo no podría tener un amigo de derechas» nunca pienso «volvemos a 1936». Sólo pienso que es un zumbado con un CI discreto y lo dejo de lado porque me aburre la gente que renuncia a la complejidad de lo real y se encierra en un sótano de rencor neurótico retroalimentado.
Es más: siempre esquivo el conflicto. A veces, hasta extremos cómicos. Lorena G. Maldonado tiene alguna anécdota al respecto.
Otra cosa es mi trabajo, que consiste en exponer a la luz de la razón los tabúes, los mitos y los prejuicios de mi época y mi país para saber si reflejan esa luz o la absorben.
La polémica es el efecto secundario de mi trabajo, no su objetivo.
Pero eso no es conflicto. Es sólo debate. La diferencia es abismal.
Por supuesto, he vivido los años de ETA. También me fui de la Cataluña del procés cuando Barcelona perdió la cabeza. Entiendo por tanto el odio larvado de los carlistas cantonales y la violencia primigenia del provinciano ignorante.
Pero el conflicto civil no está en mi naturaleza porque he sido socializado en la mansedumbre propia de las democracias liberales.
Y entonces llegó la noticia del asesinato de Charlie K
Yo ya conocía a Charlie Kirk. Lo conocía desde hace años, como conozco a otros divulgadores conservadores de la nueva generación: Ben Shapiro, Matt Walsh o Michael Knowles, por ejemplo.
Pero creo que no me equivoco si digo que muchos periodistas españoles conocieron que existía alguien llamado “Charlie Kirk” en el momento de recibir la noticia de su asesinato.
Y aquí viene lo sorprendente.
A los dos minutos, literalmente dos minutos, esas personas que sólo unos momentos antes no sabían que Charlie Kirk existía, o a qué se dedicaba, o lo que pensaba, ya estaban 100% convencidas de que era un nazi, de que defendía la lapidación de los gais y de que abogaba no sólo por el derecho a poseer un arma, sino por el derecho a usarla en contra de las minorías.
Por supuesto, todas esas caricaturas son una falacia o una manipulación descontextualizada de lo que decía Kirk en realidad y ni siquiera me voy a molestar en demostrarlo.
Al menos, algunas figuras públicas han tenido la honradez intelectual de reconocer que se equivocaron al atribuir a Kirk cosas que nunca dijo. Como Stephen King, por ejemplo.
Pero también es cierto que Kirk era un polemista y que muchas veces hacía algo que suelen hacer los polemistas y que pocas veces se interpreta de buena fe: llevar los argumentos hasta sus últimas consecuencias. Hasta que estos chocan con el núcleo del tabú que pretenden destruir, en ese punto en el que se pierde el contacto con la experiencia humana real y las ideas flotan en el vacío del intelecto.
El tipo era, en esencia, más cristiano que derechista y más conservador que reaccionario. De hecho la extrema derecha real, la de Nick Fuentes y otros por el estilo, le consideraba un blando.
Aunque eso es lo de menos. Como decía alguien en Twitter, “no te matan porque seas fascista, te llaman fascista para matarte”.
Y como dijo el cardenal Richelieu, qu’on me donne six lignes écrites de la main du plus honnête homme, j’y trouverai de quoi le faire pendre. Es decir, “dadme seis líneas escritas por la mano del hombre más honesto, y encontraré en ellas algo para hacerlo colgar”.
Así que quien te quiere pegar un tiro, te lo pega. Los psicópatas siempre encuentran un pretexto.
La cuestión es que el consenso se conformó a la velocidad de la luz tras el asesinato de Kirk. Y como el universo nacido del Big Bang, ese consenso se convirtió en el todo.
Me lo decía Víctor Núñez este jueves: “Fuera del consenso no hay nada”.
Y Víctor tiene razón. De la misma forma que no tiene sentido preguntarse qué hay fuera del universo, porque no existe un afuera externo al universo y el universo lo es todo, tampoco tiene sentido preguntarse qué hay fuera del consenso de que Charlie Kirk se lo había buscado.
Porque fuera de ese universo de consenso no hay nada.
Y el consenso dice que la violencia es inaceptable, pero que tiene causas. Y quien dice causas, está diciendo motivos. O sea, que matar está mal, salvo cuando está bien.
Creo que no exagero si digo que nunca antes, nunca, había visto una reacción tan visceral de odio contra la víctima como tras el asesinato de Kirk. Y eso en España, donde Charlie Kirk era un desconocido del que sólo sabíamos algo un puñado de interesados en la política americana.
Pero los que no le conocían tardaron sólo dos minutos, dos, en odiarle a muerte tras su asesinato.
Uno de los mensajes más repetidos durante las últimas 48 horas por docenas de personas diferentes es el que dice, palabra arriba palabra abajo, «acabo de comprobar que si algún día un loco me asesina, miles de personas a las que no conozco de nada lo van a celebrar con champán».
Y lo dice gente tanto del espectro del centroderecha, el liberalismo y el conservadurismo como del espectro de la izquierda «no gubernamental».
Un solo ejemplo, el de Paula Fraga.
Ver a cientos, miles de personas celebrar y jalear el asesinato de un tipo que se dedicaba a visitar universidades, sentarse en una silla y darle un micrófono a quien quisiera debatir con él bajo el lema «demuéstrame que estoy equivocado» ha sido una interesante caída del caballo.
Pero quiero destacar un detalle.
Cuando Vance Boelter, un hombre de cincuenta y siete años, asesinó a la expresidente de la Cámara de Representantes de Minnesota, Melissa Hortman (demócrata), y a su esposo Mark Hortman, ningún locutor de radio español o presentadora de una televisión pública al frente de un programa de máxima audiencia dijeron que esa tipa era una ultra, o que tal día dijo tal chorrada, o que le habían dado lo que se merecía. Tampoco lo dijo ninguno de sus colaboradores.
Pero sí ha ocurrido eso en el caso de Charlie Kirk. A tumba abierta, además. Sin complejos.
El discurso que ha justificado el asesinato de Charlie Kirk por el subterfugio cobarde de satanizarlo como un ultra ha estado esta semana, en España, en medios de gran audiencia. No en los sótanos más mugrientos de las redes sociales, sino en medios masivos y en boca de personas con millones de espectadores y oyentes.
En el mainstream.
Como me decía un amigo este sábado, «el problema no es que hayan justificado su asesinato o que se hayan grabado vídeos celebrándolo; el problema es que lo han hecho porque eso les da prestigio entre los suyos, porque les hace ganar puntos sociales, porque les integra».
Y eso, eso sí es aterrador.