Editorial-El Español

El bárbaro asesinato del activista conservador estadounidense Charlie Kirk ha desatado dos reacciones igualmente inaceptables que amenazan los fundamentos de nuestra democracia.

Por un lado, los intentos de algunos sectores de la extrema izquierda de justificar o de blanquear el crimen, amparándose en la ideología de la víctima.

Por otro, la demanda de Donald Trump de aplicar la pena de muerte al asesino Tyler Robinson.

Ambas posturas son profundamente erróneas.

Las imágenes de personas celebrando el asesinato de Kirk y bailando al ritmo de la canción Celebration mientras gritaban «le han matado como a un perro» representan una degradación moral incompatible con una sociedad democrática.

Los intentos de convertir las ideas políticas de Kirk en una suerte de justificación post facto del crimen son éticamente repugnantes e intelectualmente deshonestos.

Charlie Kirk podía ser polémico, controvertido o incluso estar equivocado en muchas de sus posiciones.

Pero eso, en el fondo, es irrelevante. En una democracia, las ideas se combaten con ideas, los argumentos con argumentos, y los votos con votos. Nunca con balas.

La libertad de expresión no es un privilegio que se otorga únicamente a quienes comparten nuestras opiniones. Como estableció el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, esta libertad «es válida no sólo para las afirmaciones o ideas que son favorablemente recibidas, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población».

Sin este principio, la democracia se convierte en una farsa donde sólo los políticamente correctos, o aquellos que gozan del privilegio del poder y su monopolio de la violencia, tienen derecho a hablar.

Quienes han intentado blanquear el asesinato utilizando frases como «se lo había buscado» o «estaba lleno de odio» están legitimando la violencia política, como en España se hizo durante tanto tiempo con ETA desde algunos medios abertzales o de la izquierda radical.

Si aceptamos que las ideas «incorrectas» justifican el asesinato, ¿dónde establecemos la línea? ¿Quién decide qué opiniones merecen protección y cuáles sentencia de muerte?

La historia nos demuestra que este camino conduce inexorablemente al enfrentamiento civil.

Sin embargo, la demanda del presidente Trump de que Robinson sea ejecutado constituye otra forma de barbarie que una sociedad civilizada debe rechazar. La pena de muerte es inmoral e inútil como elemento disuasorio del crimen.

En una democracia, el poder está al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio del poder. Una sociedad democrática no puede por tanto, por definición, excluir definitivamente a un ciudadano mediante su ejecución.

La pena de muerte convierte al Estado en vengador y verdugo, perpetuando el mismo tipo de violencia que pretende castigar.

Los vítores en el momento del disparo, las celebraciones en redes sociales y las demandas de un ojo por ojo «legal» a cargo del Estado forman parte del mismo fenómeno: la sustitución del debate civilizado por la lógica del enfrentamiento total.

Como sociedad, debemos resistir ambas tentaciones. No podemos permitir que el fanatismo ideológico transforme el asesinato político en causa célebre, pero tampoco podemos responder con la barbarie institucionalizada de la pena de muerte.

Robinson debe enfrentar la justicia, ser juzgado con todas las garantías procesales y pasar el tiempo que determine el juez en prisión. Esto es justicia. Lo demás es venganza.

El verdadero homenaje a Charlie Kirk no consiste en ejecutar a su asesino ni en justificar el crimen, sino en defender con mayor vigor los principios democráticos que su asesinato pretendía silenciar.

En una democracia, todos tenemos derecho a hablar, incluso cuando lo que decimos resulte profundamente molesto. Y todos tenemos derecho a la vida, incluso cuando hayamos cometido los crímenes más despreciables.

Estas no son concesiones al relativismo moral, sino los pilares sobre los que se sostiene la civilización occidental.