Lorenzo Silva-EL CORREO

  • Estamos a punto de perder a una generación entera, la que ha empalmado dos crisis

El asunto, por más que haya quien se empeñe, no es que los jueces sean un contrapoder reaccionario, que en el Ejército haya golpistas o que haya sonado la hora inaplazable de derribar al rey para volver a poner en el palo la bandera tricolor. Es muy lícito pensar que la justicia anda necesitada de alguna reforma, así sea sólo para evitarnos el bochorno del CGPJ ultracaducado y alguna que otra disfunción procesal que persiste. Es legítimo, también, exigir que se vigilen con el máximo celo las proclamas de corte antidemocrático que suscriben algunos uniformados en activo o que lo fueron. Y el sentimiento republicano tiene entre nosotros motivos históricos sobrados que añadir a las razones de orden político o social para su defensa. Sin embargo, ninguno de estos tres es ahora el debate primero que debe ocuparnos.

Nuestra justicia, imperfecta y todo, es lo bastante funcional como para lograr unas tasas de delincuencia y de conflicto social envidiables, incluso para exigir responsabilidades penales a los poderosos que abusaron de su poder, empeño en el que suelen desfallecer la mayoría de los sistemas judiciales. Nuestra gente de uniforme, dejando aparte casos anecdóticos o desahogos de jubilados, se conduce de forma ejemplar, tanto en la obediencia al poder civil -incluyendo su marcha a zonas de conflicto o su regreso de ellas- como en el socorro y asistencia a la población. Y quien ahora mismo ostenta la titularidad y el ejercicio de la institución monárquica no puede hacerlo con más prudencia y discreción, por más que nos pese que no se provea de otro modo la jefatura del Estado a quienes tenemos alma republicana.

El asunto es que estamos enterrados en la segunda crisis profunda en apenas una década, una crisis que se ha llevado por delante a 50.000 compatriotas -el tamaño en muertos de una guerra de Vietnam, siendo nuestra población la sexta parte de la del país que sufrió aquella pérdida-, ha destruido ya una parte significativa de nuestro tejido productivo y ha hecho impostergable el rediseño profundo de nuestra sociedad, anclada en apuestas que ya eran inadecuadas para los tiempos previos a la pandemia y que ahora quedan aún más fuera de juego.

El asunto es que como consecuencia de lo anterior estamos a punto de perder a una generación entera, la que ha empalmado las dos crisis y ha visto cómo se reducían sus opciones respecto de la anterior y se frustraba masivamente su proyecto de vida. Es un problema descomunal, que amenaza con fracturarlo todo. Y lo más alarmante es ver que nadie parece ocuparse de él.