IGNACIO CAMACHO-ABC
- La amnistía simboliza la claudicación del Estado ante una pretensión ilegítima de impunidad penal, moral y política
Se aprobará en 2024, y tal vez tarde más en entrar en vigor si los tribunales elevan consultas sobre su idoneidad jurídica, pero la amnistía es ya en España el gran asunto del año que termina. Por su abrumador impacto de opinión pública, por el escándalo de su negociación clandestina, por las reiteradas negativas gubernamentales envainadas ante el chantaje separatista. Pero sobre todo, por su condición simbólica y fáctica de claudicación del Estado frente a una pretensión ilegítima de impunidad penal, moral y política. Nunca desde la refundación democrática había tomado un gobernante una decisión tan rupturista, tan cínica, tan perniciosa para la convivencia, tan intrínsecamente destructiva. Pura dinamita en los cimientos del régimen constitucionalista.
Hacer de la necesidad virtud, dijo Sánchez para justificar el enésimo salto en su huida hacia adelante. Pero ni hay en la medida virtud alguna, más bien desvío de poder, ni existía otra necesidad que la suya. Tenía a su alcance otras opciones –pactar con el vencedor electoral, forzar la vuelta a las urnas—y cualquiera de ellas hubiera resultado más honesta y más justa que la de aliarse con un delincuente en fuga. Porque no se trata tanto de si el proyecto tiene encaje legal como de si es ético ceder a la coacción para salvar el puesto. Porque el argumento de la reconciliación y la concordia no es sincero. Porque todos los ciudadanos, también los partidarios sanchistas más extremos, saben que la operación es el precio de la continuidad de este Gobierno.
Es la factura de una rendición, pero no sólo del presidente sino del sistema. De las instituciones que protegieron la integridad nacional contra una insurrección de independencia. De las fuerzas de seguridad, de los partidos leales a la Constitución –también el socialista, al menos en la medida en que dijo comprometerse con ella–, de la justicia que juzgó el ‘procès’ con garantías plenas y con transparencia inédita. De los españoles que salieron a la calle en defensa de su soberanía y llenaron las fachadas de banderas. Del Rey, que hubo de reivindicar el ordenamiento con la Corona sobre la mesa. Y por supuesto, de los millones de catalanes amenazados de forma directa con convertirse de un día para otro en extranjeros en su propia tierra.
Ni siquiera el ingreso en la OTAN tuvo en su momento un efecto social tan divisivo. En todo caso Felipe González, en una demostración de instinto, sometió la cuestión a referéndum en el acertado entendimiento de que no era un debate para resolver a su libre albedrío. Y cuando perdió las elecciones en 1996, renunció a buscar el apoyo espurio del nacionalismo. Sánchez, en cambio, no ha dudado en utilizar sin pedir permiso los intereses generales en su beneficio, a costa de abrir un peligroso, tóxico cisma cívico. De esos que tienen muy difícil vuelta atrás porque están maleados desde el principio.