El intento de asesinato sufrido por Donald Trump este sábado promete acarrear un impacto determinante en la campaña para las elecciones presidenciales estadounidenses del próximo noviembre.
No parece descabellado aventurar que la imagen del precandidato republicano tras sobrevivir al disparo del francotirador en su mitin en Pensilvania, con el rostro ensangrentado y el puño en alto enardeciendo a sus seguidores, servirá para reforzar su liderazgo. Máxime cuando el de Joe Biden se tambalea por sus constantes traspiés y su soberbio rechazo a abandonar la carrera presidencial.
Pero el hecho de que el atentado contra Trump pueda contribuir a que aumente su ventaja en las encuestas frente a su rival no autoriza ni a sus partidarios ni a sus críticos a instrumentalizar políticamente lo que no es sino un atroz episodio de violencia política.
Frente a las tentaciones de erigir en mártir o, contrariamente, de culpar a la víctima que suelen acompañar a este tipo de acontecimientos violentos, la clase política estadounidense (salvo excepciones) ha dado un ejemplo de probidad y responsabilidad. Representantes de todo el espectro ideológico, incluido el presidente Biden, han aparcado sus diferencias con el expresidente para condenar el ataque. Y ha sido igualmente unánime entre los líderes mundiales la solidarización con Trump.
Pero junto al repudio del atentado, algunas figuras lo han aprovechado para responsabilizar de la tentativa de magnicidio a sus adversarios políticos.
Javier Milei ha acusado a la «izquierda internacional» de «promover la violencia para atornillarse al poder» y de «recurrir al terrorismo para imponer su agenda retrógrada y autoritaria».
El siempre incendiario Santiago Abascal, en términos similares, ha cargado contra «la izquierda globalista que está sembrado el odio, la ruina y la guerra» por incentivar este tipo de actos violentos. Y en una analogía completamente extemporánea ha lamentando la presencia de «la peor versión de esta izquierda» en el Gobierno de España.
El portavoz del Kremlin ha culpado a la Administración Biden por haber creado una «atmósfera en torno al candidato Trump» conducente al tiroteo, y ha retratado el atentado como el último recurso «tras los múltiples intentos de sacar la candidatura de Trump de la carrera electoral por medios jurídicos como tribunales, fiscalías e intentos de desacreditación política». No deja de ser irónico que el Kremlin, perpetrador de incontables purgas entre los líderes de la oposición rusa y responsable de crímenes de guerra, condene «cualquier manifestación de violencia en el marco de la lucha política».
Desde la trinchera contraria, los detractores más viscerales de Trump han pretendido trasladar la idea que el ataque contra Trump está justificado porque él mismo se lo habría buscado con su discurso de odio. Algunos han aventado inverosímiles teorías de la conspiración sobre un supuesto montaje para impulsar su campaña, y los más extremistas han llegado a lamentar que el francotirador errara el tiro.
Lo paradójico del asunto es que los argumentos que cada facción ensaya para explicar el atentado son igualmente reprochables a la otra. Porque si se acusa a la izquierda de haber alentado la demonización del expresidente y un clima de animosidad que ha acabado instigando la violencia contra él, podría replicarse que Trump es uno de los más firmes opositores al control de las armas en EEUU, que ha cultivado una retórica inflamada y que promovió el asalto violento al Capitolio.
Antes de imputar una responsabilidad que sólo corresponde directamente al agresor (y que no resulta inédita en un país con una larga trayectoria de intentos de asesinato y magnicidios), la discusión que debería imperar es la de cómo revertir la inquietante y desatada polarización que está afectando en los últimos tiempos a los países occidentales.
Y en particular a EEUU, que ha vivido un recrudecimiento de la violencia que por otro lado parece ir aparejada a su cultura política. Una cultura de la violencia que, además de en el asalto al Capitolio, ya se había materializado en la agresión al marido de Nancy Pelosi.
La clase política estadounidense debería llevar a cabo una honda reflexión sobre las brechas que fracturan cada vez más su sociedad y tomar conciencia de la necesidad de propiciar un clima político más templado y salubre.