Mi liberada:

La correspondencia entre Josep Pla y el historiador Vicens Vives (L’hora de les decisions. Cartes 1950-1960) trae mucho de interés aparte de la precocidad de Alfons Quintà de la que te daba cuenta en la última karta. Entre lo principal está el propio personaje de Vicens, ambiguo y dramático, que la correspondencia dibuja en los diez últimos años de su vida. Pero arrancaré también hoy de Quintà, porque por pura serendipia di con esta insólita declaración suya de 2014, en el programa radiofónico El Búho. «Mi padre fue muy amigo de Jaume Vicens Vives y Jaume Vicens Vives le explicó delante de mí, yo siendo un adolescente, que Franco se hizo traducir la obra Els catalans en el segle XIX (1958) del catalán al castellano porque la quería leer». Quintà remataba diciendo que sería imposible que el Rey o Rajoy se hicieran traducir algo al catalán, porque ya no existe nada escrito en catalán que pueda interesar a tales celestes. Impresiona realmente la pasión lectora de Franco. ¡Ve a ver si la traducción que usó en 1961 la editorial Rialp no pasó antes por El Pardo! El libro, por cierto, es mucho más interesante que su más conocido Noticia de Cataluña, que siempre me pareció una sorprendente muestra de la historiografía romántica que Vicens quiso combatir y que no en vano fue libro de cabecera de Jordi Pujol. Un párrafo de John Elliott (discípulo de Vicens) me hizo hace poco feliz. En el epílogo de Catalanes y escoceses (2018) escribe, a partir de una observación de Sir Walter Scott sobre determinados rasgos de carácter de los escoceses: «Una observación comparable hizo el historiador catalán de mediados del siglo XX Jaume Vicens Vives sobre el carácter de los catalanes. Resulta paradójico que un historiador que había dedicado gran parte de su carrera a combatir una interpretación esencialista del pasado, adoptase precisamente esa interpretación en su muy influyente Noticia de Cataluña (…) En ella confrontaba dos características psicológicas diferentes, seny [razón] y rauxa [pasión], las cuales creía que habían forjado la historia de Cataluña desde el siglo XVIII».

Una violenta tensión central recorre la correspondencia. Vicens quiere dejar la Historia y entrar en la Política. En diciembre de 1952 escribe a Pla para decirle que a primeros de año irá a Madrid: «Allí habré de hablar y actuar». A Madrid le llevan las gestiones para obtener el permiso de publicación de una revista en catalán. Pero solo es la apariencia que adopta la tentación del poder: «No tengo ningún tipo de ambición, más que la de servir a mi país en todo cuanto pueda apartarlo de las turbaciones revolucionarias y llevarlo por el camino de la inteligencia. Si salgo de mis archivos, libros y del coto familiar será, simplemente, porque ya es hora de devolver a su lugar las cosas esenciales, convulsionadas por la guerra, y que es preciso apuntalar de nuevo».

Pero lo que desespera a este Vicens ya decidido por la acción es el cómo. Muchas de las cartas están trufadas por el patético optimismo del conspirador antifranquista, siempre enterado de lo que se cuece. En marzo de 1954 le pregunta a Pla: «¿No oye rumor de sables? Esto se mueve, amigo Pla, y por uno u otro lado estallará». El rumor de sables no son más que los presuntos movimientos –narrados con una imaginación considerable– del capitán general de Cataluña, Juan Bautista Sánchez, que tres años después morirá de un infarto ampliamente ficcionalizado. En el verano de 1957 la comezón prosigue: «Después está la cuestión familiar. Ya sabe: la del tiuFrancisco. Esto no me deja dormir, porque es de una confesión delirante». En sus insomnios, Vicens fantasea con la retirada de Franco («el tiu Francisco») y la restauración monárquica.

Sin embargo, la pasión política desborda la cláusula democrática. El volumen incluye un apunte extraordinario de Pla, fechado el 25 de abril de 1958, y publicado años después en Notes per a Sílvia. Vicens y su esposa han llegado a la masía ya tarde en la noche. Pla solo puede ofrecerles tortilla y bizcocho. Pasan una hora y media hablando de política, porque Vicens no habla de nada más. Hace buena noche. Por la ventana abierta se oyen los grillos. «Hombre curioso, este Vicens, muy desconocido; por mucha observación que hayan proyectado sobre él, no han sacado nada en claro. Posee el arte de escabullirse, de nadar y de despistar admirablemente. Si tuviera que decir cuáles son sus ideas sociales y políticas, me resultaría difícil. Probablemente no es más que un empírico cuyo único dogma es tener el viento a favor –un oportunista sistemático y completo–. Tal vez lo sea por temperamento; tal vez lo sea obligado por los desalmados con los que debe tratar a cada paso. En estos momentos, es el ídolo de todo el mundo: de los frailes de Montserrat, de los jesuitas de Sant Cugat, del Opus Dei, de los capitalistas, de los socialistas, de los exiliados, de los cristianos, de los extranjeros antifranquistas. Es un político, y la admiración que siento por él es positiva». En las memorias de Lluís Prenafeta, que el otro día te citaba, hay también un retal sobre Vicens y el poder. En el curso de una comida en la Generalidad de principios de los años ochenta, Jordi Pujol preguntó al padre Miquel Batllori: «Ahora que no nos oye nadie –subrayó–. Usted conoció muy de cerca a Jaume Vicens Vives –le dijo–. ¿Usted cree que si Franco le hubiera ofrecido un ministerio, lo habría aceptado? Sin pensárselo medio segundo, Miquel Batllori le dijo: ‘Sí, seguro’».

En el papel de Pla hay algo más perturbador que el eclecticismo de Vicens. «Es un hombre que se cuida. Apenas fuma. No bebe –no bebe ni vino, debido a una acidez de estómago–. Come con una parsimonia admirable. Tiene hambre, pero sabe contenerse. Ha comido una rebanada de pan con aceite, y ha dicho que era uno de sus placeres. Por la mañana hace gimnasia y está siempre dispuesto a obedecer a los médicos. Al principio no dice nunca no a nada, pero luego hace lo que le da la gana. Es un hombre organizado –y está bien–. Sus condiciones son poco corrientes; aspira a que lo tomen por un hombre muy forzudo –por un atleta–. Debe de hacer ejercicios con toda su buena fe». Aquella noche Vicens tenía 47 años. Se había preparado, incluso muscularmente, para ser el hombre clave de Cataluña. Dos años después le escribía a Pla: «Continuo creyendo que, a pesar de los signos externos, la hora de las decisiones se acerca. Trabajar para que llegue pronto es tan importante como preparar el equipo que pueda dominar las circunstancias». En la carta había también un párrafo menor: «Pienso que el final del libro en cuestión [un libro colectivo: Moments crucials de la história de Catalunya] coincidirá con mi liberación de la cama. Ya debe de saber la historia. El 17 de marzo recaí y desde entonces los médicos me tienen en conserva. Me visita la flor y nata de la medicina catalana. ¿Qué tengo? Nada malo ni grave. La pleuritis se me curó, pero parece que el virus pneumónico persiste y que de tanto en tanto descarga su mal humor en forma de fiebres».

Fue la última carta que le escribió. Tres meses después moría en Lyon, adonde había ido a buscar desesperado remedio para el cáncer de pulmón que lo minaba. Estos libros de verdad son como la vida. No acaban, se interrumpen.

Sigue ciega tu camino.

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