- Sánchez ha deambulado del insomnio que le originaban sus socios a materializar los sueños de estos al mando de un PSOE refundado en caseríos etarras y podemizado hasta las cachas
Parafraseando el Asesinato en el Comité Central, de Manuel Vázquez Montalbán, en el que Pepe Carvalho (más perspicaz que su creador, que defendió a Pujol al ser un hombre honesto) indaga el homicidio del secretario general del PCE en un Comité Central al registrarse un apagón, Pedro Sánchez finiquita la democracia. Tras el tropiezo por la inhabilitación por el Tribunal Supremo de su fiscal general, Álvaro García Ortiz, de cuya absolución hizo cuestión de gabinete, «Noverdad» Sánchez busca consumar su democidio.
Después de erigirse en Juez Supremo anticipando un veredicto favorable para el fiscal-kamikaze de su complot de Estado contra Isabel Díaz Ayuso, y salirle por la culata el tiro para destruir a una rival, el burlador burlado soslaya la dimisión aparejada a una felonía de tamaña gravedad haciéndose el ofendido. Al tiempo, se remite al Tribunal Constitucional, donde quien enfangó su toga con el polvo del camino para servir a Zapatero como fiscal general, dará bula a su digno sucesor con Sánchez.
En su impostura, el Ufano de la Moncloa redobla su cruzada contra la Justicia y la Prensa, así como recompone su «Alianza Frankenstein» apresurando el proceso constituyente (en puridad, destituyente) del que habló el exministro Juan Carlos Campo, hoy magistrado del Tribunal Constitucional. Empero, como en la trama que escudriña Carvalho, las huellas de Sánchez han aparecido de modo indeleble junto a las de ETA.
Si Zapatero se emplazó en septiembre de 2018 con Otegui, al que llamó «hombre de paz», luego de poner a su disposición a Conde-Pumpido, para conocerse mejor en el mismo caserío de Elgoibar que alojó la negociación de la falsa tregua de 2006, ahora El Español ha revelado que Sánchez se citó igualmente con el líder etarra en las vísperas de la defenestración de Rajoy de 2018 para que EH-Bildu fuera arco de bóveda de una moción de censura cimentada en una sentencia falsa. Ello refrenda que la política es el arte de evitar que la gente se entere de aquello que le atañe.
Con los antecedentes penales del sanchismo, esta cita cabe catalogarla de encuentro clandestino entre dos bandas delictivas –la del Peugeot y la etarra– en el caserío hasta el que condujo a Sánchez y a su lugarteniente Cerdán el aizcolari Koldo García. No por casualidad, el organizador de la tenida fue Antxon Alonso, dueño de la sociedad Servinabar, donde Cerdán atesora el 45 % de las acciones y que canalizaba las mordidas certificando la ligazón entre corrupción política y financiera del sanchismo. Está claro que Sánchez y Zapatero del caserío se fían.
Desde entonces, Sánchez legitima a ETA y deslegitima la democracia con un áspid que finge ser, como en el cuento de José Agustín Goytisolo que popularizó la voz rota de Paco Ibáñez, el «lobito bueno al que maltratan los corderos», de igual forma que el perro lobo de Sánchez se «caperucita». ¿Cómo era aquello de «con Bildu no vamos a pactar, si quiere lo digo 5 veces o 20»? Pues lo mismo que aquello otro del «¿De quién depende la Fiscalía?». Sánchez ha deambulado del insomnio que le originaban sus endemoniados socios a materializar los sueños de estos al mando de un PSOE refundado en caseríos etarras y podemizado hasta las cachas. Del PSOE socialdemócrata no restan ni las raspas.
Así, Sánchez antepone la celebración de la muerte biológica de Franco al nacimiento de la democracia. De hecho, los actos oficiales del 50.º aniversario de la proclamación de Don Juan Carlos han parecido unas exequias con el artífice del cambio democrático relegado al ostracismo y con su hijo, Felipe VI, clausurando una mesa redonda con rigor mortis transigiendo con que, «por supuesto, la Transición no fue perfecta». Ello abre el portillo de la traición a la mejor obra de la historia reciente de España y al revisionismo espurio incluido el Descubrimiento de América. A este paso, la libertad no tendrá quien la defienda en una España que interioriza las leyendas negras que le endilgan sus enemigos con la desenvoltura de un tragasables.
En los antípodas de Zapatero y Sánchez, el PSOE de González antepuso ser orgullosos hijos de la democracia, y no nietos de la Guerra Civil. Sin embargo, el nieto de un solo abuelo –el publicitado capitán Lozano, espejo oscuro de una contienda fratricida– y de un desertor republicano viraron en redondo con sus necrófilas leyes de desmemoria histórica y democrática escrita ésta última del puño y letra de ETA con la sangre de sus atentados.
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La diarquía Sánchez-Zapatero reencarnan a Largo Caballero, el «Lenin español», al que el hoy presidente homenajeó en 2021 al proceder «como hoy queremos nosotros», y a Álvarez del Vayo, al que Zapatero reintegró al partido a título póstumo, pese a instituir el grupo terrorista FRAP en el que militó el padre de Pablo Iglesias. Con ese bagaje, Sánchez comanda su particular 18 Brumario como el de Bonaparte en 1797 para darle apariencia legal a su autocracia.
Nada que ver con un González que omitió los cincuentenarios de inicio y fin de la Guerra Civil, si bien el 18 de julio de 1986 expresó su convicción de que el franquismo ya era «definitivamente historia» y carecía de «presencia viva en (…) un país cuya conciencia moral última se basa en (…) la libertad y la tolerancia». Es más, cuando Zapatero demarró, González se reafirmó en lo oído a veteranos socialistas sobre aquel pretérito imperfecto y en el testimonio de Besteiro al que el franquismo dejó expirar penosamente en la cárcel de Carmona.
En su ucronía, Sánchez fabula una mitología antifranquista. Los «peatones de la historia» que trajeron la democracia no fueron los que cavila Sánchez estirando la metáfora de Vázquez Montalbán sobre los guerrilleros zapatistas del «comandante Marcos», sino quienes desfilaron ante el féretro del dictador como parte del franquismo sociológico que coadyuvó al doloroso parto de la Transición. Como ha sintetizado Arcadi Espada, el 20-N de 1975 y el 23-F de 1981 tuvieron en común la patética soledad de las calles como comprobó de visu quien estuvo allí. No extrañe que los pocos resistentes antifranquistas –muchos encarcelados y torturados– participen de la perplejidad del expresidente checo Václav Havel al padecer la inquina anticomunista de quienes se resarcían de su letargo de años colocando en la picota a disidentes como él. Es lo que tiene una izquierda guerracivilista que reniega de la «libertad sin ira» de la Transición para reponer la «ira sin libertad» de una II República sin demócratas.
Ello se avizora en la contraofensiva de un presidente antisistema que, usando de ariete a su inhabilitado fiscal, demuele el orden democrático para blindarse ante su horizonte penal. Exhibiéndose como un «Ecce Homo» tras salir escaldado con Ayuso, su revuelta adquiere los visos de la revolución de octubre de 1934 que sentó las bases del pucherazo del Frente Popular en febrero de 1936. La similitud espanta en una Europa al albur del expansionismo ruso y la colonización china con Trump desamparando a Ucrania.
Con la multiplicación de sus escándalos de corrupción como con su dulce derrota de 1996 con Aznar, González rehuyó esas tentaciones. Pero, en contraste con quien aprendió de los yerros de sus mayores, Sánchez los persigue reventando la democracia si lo cree necesario como le anima Iglesias. Ante tal encrucijada, la esperanza se hace vana y el temor preciso.