Editorial-El Español

La decisión de Donald Trump de desplegar a la Guardia Nacional en Los Ángeles para hacer frente a las protestas contra las redadas de inmigrantes ilegales ejecutadas por el ICE, la agencia encargada de hacer cumplir las leyes de inmigración y aduanas dentro del territorio de Estados Unidos, ha tensado hasta el límite las costuras de la democracia estadounidense.

La prerrogativa del presidente de los Estados Unidos de federalizar a la Guardia Nacional, una facultad que la ley sólo permite en circunstancias excepcionales, no había sido utilizada por ningún presidente americano desde que Lyndon Johnson la usó en marzo de 1965 para proteger a los manifestantes pro derechos civiles amenazados por el gobernador de Alabama, el segregacionista George Wallace.

La decisión de Trump no guarda proporción alguna con la violencia de las protestas. Aunque las imágenes de algunas acciones vandálicas han inundado las redes sociales, lo cierto es que estas han sido relativamente anecdóticas y no más graves que las producidas en cualquier otra protesta similar.

Durante el pasado fin de semana, además, las protestas apenas lograron congregar a unos pocos cientos de manifestantes. Una señal evidente del agotamiento de dichas protestas.

Pero las imágenes de esas pocas acciones violentas han servido para justificar una operación de distracción encaminada a transmitir la idea de que el gobernador californiano, del Partido Demócrata y posible candidato presidencial en 2028, ha perdido el control de las calles de Los Ángeles.

California es un blanco fácil para Donald Trump. El estado, que había sido tradicionalmente republicano hasta finales de los años ochenta, pasó a convertirse en un feudo demócrata durante la década siguiente, cuando la regularización masiva de millones de inmigrantes ilegales alteró la demografía electoral. Desde entonces, el Partido Demócrata ha ganado todas las elecciones en California con márgenes a veces superiores a los veinte puntos de ventaja.

Pero la decisión de puentear al gobernador californiano, que no ha solicitado la ayuda de la Guardia Nacional, para el control de unas protestas en absoluto excepcionales no sólo tensa las costuras de las leyes federales, sino que corre el peligro de provocar precisamente aquello que, presuntamente, se intenta evitar: un estallido de violencia generalizado entre los inmigrantes y quienes les apoyan.

Las intenciones de Trump parecen obvias. Generar el suficiente caos mediático y social para alimentar una sensación ciudadana de amenaza constante que desvíe la atención de los verdaderos problemas que afronta su administración: su incapacidad para poner fin a la guerra en Ucrania y al conflicto en Gaza; sus cuitas con Elon Musk; su errática política arancelaria, que tantos perjuicios ha causado en las empresas, la Bolsa y la economía estadounidense; así como la discordancia absoluta entre las promesas electorales de Trump a sus seguidores y sus resultados en la práctica.

La decisión de desplegar a la Guardia Nacional sin motivo justificado supone además un paso más en una trayectoria política cuyo único hilo conductor ha sido el continuo empeño de Trump de encontrar los límites de la democracia para sobrepasarlos en función de sus intereses personales.

Trump no ha invocado todavía la Insurrection Act, que le permitiría desplegar a los marines y otorgarles facultades reservadas a la policía, como la de detener a manifestantes. Pero nadie en los Estados Unidos apostaría hoy por la posibilidad de que no lo haga en el futuro si ello le conviene políticamente.

Todas las democracias tienen anticuerpos sistémicos para frenar las posibles tentaciones autoritarias de su Gobierno. Pero incluso esos anticuerpos tienen límites. El peligro que implica el trumpismo es que el presidente logre un día encontrar eso que con tanto ahínco parece estar buscando: el punto exacto en el que una democracia se rompe y pasa a convertirse en un régimen autoritario.