EL CONFIDENCIAL 19/10/13
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
El miércoles pasado Duran Lleida –no se sabe si con temeridad o con realismo—espetó al Presidente del Gobierno que se “va a encontrar con una declaración unilateral de independencia que algunos van a hacer en el Parlament”. Este aviso del líder de Unió y socio de CDC parece coherente con la marcha de los acontecimientos en Cataluña: la dinámica secesionista no sólo no se ralentiza sino que se acelera. ¿Qué podría hacer a estas alturas cualquier responsable del Gobierno de España? ¿Negociar una autorización de referendo conforme al artículo 149 apartado 32 de la Constitución que versase sobre la autodeterminación de una parte del territorio de España? Ninguno lo haría. Y Rajoy tampoco.
De modo que la advertencia de Durán Lleida, que no aportó alternativas que pudieran disuadir a los independentistas catalanes a tenor de la radicalidad de ERC expresada por su líder, Oriol Junqueras, en un taxativo artículo en La Vanguardia del pasado jueves, nos conduce al peor de los escenarios posibles, al más conflicto y menos deseado por la inmensa mayoría. Porque el gran problema consiste en que la reivindicación de CDC y de ERC no aspira a estar en España de manera distinta a la actual –lo cual sería negociable y legítimo—sino a romper su vinculación y formar un Estado propio. En otras palabras: el propósito de ambos partidos, al menos de momento, no es plantear una reforma constitucional o de otras normas ordinarias, sino lograr la secesión.
Si, efectivamente, se produjese una declaración unilateral de independencia en la cámara legislativa catalana (los 14 votos de Unió podrían evitarla), se estaría dando palmariamente el supuesto más extremo de atentado al “interés general de España” (sic) y procedería, primero, que el Gobierno requiriese al presidente Mas y, segundo, en caso de que se desoyese el requerimiento, el Ejecutivo plantease ante el Senado (artículo 189 de su Reglamento) la adopción de medidas de intervención en Cataluña para la “protección del interés general” tal y como prevé el artículo 155 de la Constitución.
Este precepto constitucional es, en lo esencial, una copia del artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn y tiene su correlato en constituciones europeas como la austríaca o la italiana. Se trata de una cláusula de “coerción federal” que en Alemania contempla directamente la suspensión o disolución de los órganos del Estado federado incumplidor. En el 155, sin embargo, no está prevista, como se suele mantener con manifiesta ignorancia, la suspensión de la autonomía de la comunidad que atente contra el interés general de España, sino medidas de intervención gubernamentales (remoción del gobierno autonómico, disolución de su parlamento, por ejemplo, y convocatoria posterior de nuevas elecciones) que deben ser presentadas al Senado, debatidas en un pleno en el que intervendrían también representantes de la autonomía concernida por ellas y que se aprobarían por mayoría absoluta.
Además, y a diferencia de otras constituciones de Estados compuestos, el constituyente español de 1978 incorporó el requisito previo de un requerimiento gubernamental al presidente de la comunidad infractora y la acreditación ante el Senado de que dicho requerimiento también habría sido desoído. De modo tal que queda mucho trecho para una eventual aplicación modulada por el Gobierno del artículo 155 siempre y cuando CDC y ERC flexibilicen su postura, lo que ahora no parece probable.
Mientras se llega –y ojalá no suceda- a la hipótesis que con tanto énfasis anunció Duran –la declaración unilateral de independencia-, el parlamento de Cataluña se propone aprobar una ley de consultas y establecer los términos de la pregunta. Contra ambas decisiones el Gobierno dispone de recursos paralizantes ante el Tribunal Constitucional que a estas alturas debiera ya haberse pronunciado sobre la declaración parlamentaria soberanista del pasado mes de enero votada por 85 diputados (CiU, ERC, ICV, CUP) y rechazada por 41 (PSC,PP, C´s), cuya suspensión prorrogó el TC indefinidamente el pasado mes de agosto.
La eventual aplicación del artículo 155 no comportaría ningún tipo de ejercicio de la fuerza. El Estado dispone de mecanismos financieros y de competencias en Cataluña que la evitarían de modo absoluto y terminante. Esta hipótesis, indeseable por completo pero no descartable si el pronóstico de Durán Lleida es certero y se incumple la palabra de Mas que aseguró que no habría en ningún caso declaración unilateral de independencia, podría no ser especialmente dramática para algunos (muchos) en la propia Cataluña. Una intervención del Estado para evitar la secesión permitiría a sus mentores presentarse como víctimas de un patriotismo que, de nuevo, España habría hecho inviable. Sería así el propio Estado el que les libraría de un compromiso independentista que, sin duda, saben no puede prosperar.
La utilización de la habilitación que al Gobierno y al Senado otorga el artículo 155 de la Constitución es una última ratio que comportaría una grave crisis constitucional y, seguramente, un punto de inflexión a partir del cual no podría ya reiniciarse la normalidad institucional porque desencadenaría una cascada de reacciones y la necesidad de configurar el modelo territorial de manera distinta al del Título VIII de la Constitución. De ahí que parezca verosímil que en Cataluña, las posiciones más radicales observen sin especial preocupación una intervención gubernamental. Son los independentistas que –en simetría con otros fuera de allí- apuestan a lo peor como lo mejor para sus intereses.
Reflexión ésta, sin embargo, que no haría eludible la máxima respuesta constitucional a una declaración unilateral de independencia ante la que Rajoy no podría permanecer instalado en la inacción porque el tiempo, lejos de haber solucionado el problema, lo habría agravado hasta exigirle una contundencia que pudo evitarse de haber previsto en su momento las consecuencias de una situación en Cataluña que se valoró, en su gravedad y efectos, de manera claramente errónea.