IGNACIO CAMACHO-ABC

Los líderes separatistas ya no pueden negar la voluntad de reiteración delictiva porque han vuelto a retar al Estado

ANTES de que el juez Llarena citase a los líderes del golpe independentista para comunicarles hoy los detalles de su procesamiento –que habida cuenta del precedente de la fuga de Puigdemont puede conllevar prisión preventiva–, recaderos oficiosos del Palacio de la Moncloa vendían por Madrid la idea de que Jordi Turull era un candidato en cierto modo razonable. No deseable ni idóneo pero sí una especie de mal menor ante el que nada podía objetarse. Ansioso por aprobar los presupuestos, al Gobierno le quema en las manos el artículo 155, que bloquea el apoyo del PNV, y vería con buenos ojos cualquier solución que lo levante. Turull, aunque amenazado por una inhabilitación a corto o medio plazo, le parecía al marianismo una opción jurídicamente viable, obligado como está a moverse con prudencia para no agravar sus circunstancias procesales. La paradoja de haber sido previamente destituido por el propio Ejecutivo central se volvía un matiz desdeñable ante la prioridad de sacar las cuentas de 2018 adelante.

Pero la decisión de Llarena supuso un brusco cambio de paso. El magistrado, quizá la única persona que tiene de la revuelta de octubre un relato completo, documentado y claro, le atizó al avispero una patada seca que hizo salir a los secesionistas zumbando. Esa reacción atropellada del separatismo, su intento de forzar una investidura exprés para volver a representar ante los suyos la farsa del agravio, ha reforzado los argumentos esenciales del instructor del sumario. Los dirigentes encausados ya no pueden negar la voluntad de reiteración delictiva porque han vuelto a perpetrar un desafío al Estado. Le han entregado al juez la llave de la cárcel por si considera conveniente volver a encerrarlos.

Eso sí, a Rajoy se le han estropeado los cálculos. Ni por asomo contaba el Gabinete con que el togado fuese a adelantar su auto. De hecho había ordenado o sugerido a la Fiscalía, como gesto de buena voluntad para propiciar un quid pro

quo, que pidiese la libertad del exconsejero Forn, positivo en tuberculina, alegando motivos humanitarios. Sin embargo, la Sala de lo Penal del Supremo tampoco ha tragado; a los ropones les gusta preservar su autonomía y no están dispuestos a que parezca que sus decisiones sirven de moneda de cambio.

Así que el Gobierno tendrá que resignarse a otro plan fallido, al fin y al cabo consecuencia de su estrategia de dejar en manos de la Justicia la principal respuesta al conflicto. Será peor mientras más tarde en comprender que el independentismo no tiene otro proyecto que la desobediencia sistemática, el golpe continuo que además los antisistema de las CUP azuzan por su cuenta empeorando la situación para ganarse un sitio. En estas condiciones resulta del todo imposible pensar siquiera en levantar el 155. El problema catalán es el centro de gravedad de la legislatura y no va a haber manera de sacudírselo.