IGNACIO CAMACHO-ABC
Al aprobar el cupo vasco, el Gobierno perdió el fórceps con que podía arrancar al PNV los votos necesarios
LA causa remota del conflicto catalán está en una falla dogmática del antiguo bipartidismo. Fue la incapacidad mutua y prolongada del PSOE y del PP para garantizar una mínima estabilidad del rival la que los echó a ambos en brazos de un nacionalismo que ante la ausencia de mayorías se ofrecía de aliado para actuar con deslealtad de enemigo. La ausencia de acuerdos transversales agrandó a Convergencia y facilitó la estrategia del pujolismo, que consistía en construir estructuras de Estado con las competencias que le cedían, a cambio de su apoyo, los dos grandes partidos. González, Aznar y Zapatero cayeron en la misma trampa por turnos sucesivos. Ninguno contó –apenas lo intentaron siquiera– con una oposición responsable dispuesta a impedir el tráfico de fueros por simple cuestión de principios.
El declive del statu quo bipartidista no ha modificado ese proceso porque, aunque las fuerzas hegemónicas se hayan subdividido en cuatro, la dinámica de bloques sigue sometida a un sectarismo férreo. La única novedad consiste en que ahora, con los soberanistas catalanes fuera del juego por razones obvias, son los nacionalistas vascos y canarios quienes se benefician del mercado negro. El PNV, un socio peligroso que en 1998 pactó con el PP y con ETA al mismo tiempo, no sólo tiene la llave de los presupuestos sino que amenaza con tirarla a un pozo por solidaridad con los insurrectos si se mantiene en Cataluña la intervención del autogobierno. No está claro si eso sería peor que usarla para estraperlear nuevos privilegios.
En todo caso, la cuestión quedaría resuelta si fuese el PSOE el que, negociando contrapartidas sociales de su propio programa, rescatase su olvidada tradición jacobina para romper el bloqueo. Vana fantasía: Pedro Sánchez no sólo intentó formar una alianza de investidura con ERC, PDdeCat y Podemos, sino que tiene en el Gabinete de Urkullu tres consejeros. Su prioridad consiste en acorralar a Rajoy, agravarle cualquier aprieto –«no es no»– y confrontar con el centro-derecha un modelo territorial aún más abierto. De hecho, la complicidad entre el nacionalismo y la izquierda ha sido una de las constantes históricas que han conducido al actual descalzaperros. Aunque el conflicto secesionista le esté cobrando un alto precio.
Los cinco votos prestados «al azar» que implora el popular Maroto se los otorgarían de buen grado algunos diputados socialdemócratas sensatos, de esos que creen que el errático liderazgo sanchista los empuja a un barranco. Pero aunque la Constitución prohíbe el mandato imperativo, en la práctica se lo han arrogado los partidos a través de sus aparatos. En nuestra política parlamentaria los azares están muy controlados. Esos cinco votos sólo los puede dar el grupo vasco; el problema es que el Gobierno, al adelantar el cupo, cometió un error de principiante tirando el fórceps con que podía arrancarlos.