Ignacio Camacho-ABC

  • «Sánchez ha fingido ignorar las sombras de corrupción que se proyectan sobre su Gobierno y su partido, pero el ataque frontal a los jueces revela el temor colectivo a un presentido fin de ciclo. El 41º Congreso Federal del PSOE ha constituido un ejercicio de caudillismo con el que la organización y su líder han unido definitivamente sus destinos»

Como si no hubiera pasado nada. Ni una palabra, en una intervención de más de tres cuartos de hora, sobre las sospechas de corrupción que pesan sobre el Partido Socialista y el Gobierno de España. Sólo las habituales menciones a los bulos, a la desinformación y a una persecución abstracta cuyo sentido no podría entender nadie que desconociese los avatares judiciales de las últimas semanas. Después de tres días de congreso sin otra agenda real que la de implicar a la militancia en una defensa del líder por la vía de la aclamación plebiscitaria, Sánchez compareció con un discurso en el que fingió ignorar al fantasma que se pasea por su propia casa. Habló de una organización perseguida y acosada –«¡nos atacan!»–, se proclamó víctima de las campañas de odio de una derecha autoritaria decidida a acabar con la democracia y prometió seguir adelante con fuerzas renovadas. Pero en ningún momento se refirió, ni siquiera de forma oblicua o elíptica, a la cadena de imputaciones que afectan a su familia, al fiscal general del Estado y a su antiguo hombre de confianza, y mucho menos a las acusaciones directas recién formuladas por el comisionista Víctor de Aldama. Quizá no hacía falta; la sombra de los escándalos flotaba sobre el cónclave socialista como una nube de tormenta barruntada.

El presidente lanzó a sus peones en la víspera para arremeter contra la oposición, la prensa y los jueces en un ataque coordinado. No hubo el sábado un solo orador que se saliera de ese argumentario. Sin embargo, en su arenga del domingo se cuidó de no pisar el barro donde había mandado chapotear a sus subordinados; sabe que la justicia tiene en sus manos la suerte de este mandato, incluso el horizonte penal de su entorno más cercano, y no le conviene pisar ese charco. Su alocución discurrió en estricta clave política: llamadas a la resistencia, inyecciones de ánimo, anuncios de medidas gubernamentales y legislativas, promesas de avances sociales progresistas. Y una buena dosis de victimismo frente a las críticas como elemento de cohesión emocional de unas bases con la moral visiblemente deprimida.

En el margen de fechas posibles para convocar el 41º Congreso Federal, Sánchez eligió ésta, la más temprana, con el objetivo de dejar el partido preparado para un eventual adelanto de las elecciones generales. Como dueño de la llave de esa decisión puede marcar los tiempos cuando mejor le acompasen pero le interesa disponer de una estructura orgánica en formación de combate y asegurarse de mantener el control en la hipótesis más desfavorable. No contaba con que por medio se desbordase, Aldama y Lobato mediante, la lava del volcán procesal que compromete la legislatura en graves dificultades. Ahora la prioridad es por un lado el rearme anímico de afiliados y votantes, y por otro la creación de un relato alternativo a la amenazante sucesión de reveses en los tribunales.

En el plano estratégico, el lema de la cita de Sevilla («Adelantando por la izquierda») revela la conversión completa del proyecto socialista en una suerte de frente de fuerzas diversas amalgamadas bajo el interés de común de frenar a las derechas. El PSOE sanchista ha ido asimilando de forma progresiva las ideas de sus aliados radicales, se trate de Podemos o de las formaciones nacionalistas más extremas; así ha devorado a Sumar y ha sobrepasado al separatismo catalán asumiendo parte de sus propuestas. La socialdemocracia ha quedado tuneada, orillada en detrimento de un concepto populista de amplio espectro donde el confederalismo sirve para atraer a los socios periféricos y la colonización de las instituciones ayuda a consolidar un modelo de hegemonía expansiva del Gobierno. El lenguaje del populismo, repleto de términos propios de un izquierdismo con fuerte sesgo anticapitalista, ha contaminado la semántica de la ponencia nuclear del congreso. Nada o muy poco queda en ella de la pragmática transversalidad felipista que modernizó el país con parámetros liberales europeos. La metáfora del `muro´, eje de la actual alianza de poder, consagra la renuncia a ocupar el espacio de centro.

Más allá de los planteamientos ideológicos, siempre sometidos a los «cambios de opinión» por necesidades tácticas o coyunturales, la retórica de las soflamas escuchadas en Sevilla apunta en una dirección inquietante. Miembros del Ejecutivo, mandos partidarios significativos y dirigentes sindicales han señalado a la magistratura como un miembro más de la oposición, un adversario encubierto que conspira contra la mayoría parlamentaria emboscado en sus privilegios constitucionales. El entusiasta recibimiento tributado a Begoña Gómez –«free Bego»– contenía en este sentido un patente cariz desafiante. No resulta difícil encontrar en esos mensajes, además de un eco peronista kirchneriano, la apelación a un peligroso choque de legitimidades ante la posibilidad de afrontar serios problemas penales. La conjetura de una imputación del presidente es remota pero verosímil ante la secuencia de acontecimientos sobrevenidos en los últimos meses, y en ese marco de suposición la denegación del suplicatorio, prefigurada a través de este incendiario alegato de descalificación de los jueces, supondría un conflicto de poderes susceptible de desencadenar una ruptura sistémica sin precedentes.

El sanchismo, que hace un año se salvó in extremis empujando a la sociedad española a un grado paroxístico de polarización, continúa instalado en el mismo modelo divisivo. Ha fracturado al país en dos mitades, ellos y nosotros, progresistas y ultraderechistas, amigos y enemigos, y parece decidido a pelear su supervivencia por ese camino. La función sevillana no ha cambiado nada; ha constituido una sucesión de mítines destinados a insuflar oxígeno de autoestima y optimismo artificial en un colectivo con sobradas razones –basta ver las encuestas o repasar las noticias procedentes del ámbito jurídico– para mostrarse decaído. La disidencia ha sido escasa, apenas un diez por ciento de votos en contra de la Ejecutiva; los pronunciamientos críticos o heterodoxos, mínimos; y el ambiente general, aunque no demasiado pasional ni vehemente, ha respondido a los patrones clásicos del caudillismo: todos detrás del jefe hasta el último suspiro. Sin embargo, sobrevolaba entre la concurrencia el pálpito medroso de una etapa en declive, de un inevitable proceso de fin de ciclo. Pedro –entre los militantes sobra el apellido– ha arrastrado a los suyos, como el capitán Achab, a embarcarse en un ‘Pequod’ político en pos de la obsesión de poder que dirige su espíritu con la determinación iluminada y narcisista de quien se siente llamado a cumplir un designio. Y ya no hay vuelta atrás, sea cual sea el desenlace, porque el partido y el líder han unido definitivamente sus destinos.