Carlos Sánchez-El Confidencial
- La subida de tipos parece imparable. Es probable, sin embargo, que el BCE, con su agresividad, esté subestimando factores geopolíticos y sociales que hoy deben tenerse en cuenta para diseñar la política monetaria
Recordaba recientemente Xavier Vives, uno de los economistas más lúcidos y acreditados de este país, que en una ocasión le preguntaron a Jerome Powell sobre cómo definía la Reserva Federal un aterrizaje «más o menos suave» de la economía de EEUU, ciertamente sobrecalentada tras las enormes inyecciones de liquidez. Powell, siempre parco, había respondido previamente que existían «caminos plausibles» para lograr un aterrizaje suave, pero que si no lo lograba no era descartable un aterrizaje «más o menos suave», y de ahí la pregunta. Powell lo definió como aquel que acababa con éxito, aunque fuera «accidentado». Es decir, que deja cierto pánico entre los pasajeros.
El tiempo dirá si el miedo que inspiran hoy los bancos centrales y los gobiernos sobre el futuro de la economía está justificado, pero es verdaderamente una ironía del destino que cuando la renta disponible de familias y empresas está siendo erosionada por el alza de la inflación, el BCE, como otros bancos centrales, haga políticas procíclicas. Como si ahora, en pleno deterioro de la capacidad adquisitiva de los salarios, los gobiernos, en vez de ayudar a los colectivos más vulnerables, se pusieran a subir los impuestos a los combustibles. Es decir, políticas que ahonden en la crisis por el endurecimiento de los tipos de interés.
La política monetaria actúa como un mazo y no como un bisturí, y en ese ejercicio de autoridad se puede llevar por delante mucho tejido sano
Es obvio que los bancos centrales no son intrínsecamente masoquistas. Ni siquiera unos psicópatas desalmados enloquecidos por el monetarismo más feroz. Ni, por supuesto, los banqueros de Fráncfort quieren que todo vaya peor, sino que en su diagnóstico parten de una lógica incontestable: la mejor manera de actuar contra la inflación, situada en niveles estratosféricos, es atacar el consumo y la inversión para reducir la masa monetaria, y de ahí que, de forma indirecta, castiguen —sin buscarlo— el crecimiento económico. El problema, como suelen recordar los viejos banqueros centrales, es que la política monetaria actúa siempre —en esto no hay discusión— como un mazo y no como un bisturí, y en ese ejercicio de autoridad —o de credibilidad— se puede llevar por delante mucho tejido sano. O, como suele decirse, pueden provocar que tiren el agua sucia del barreño con la criatura dentro.
Errores, errores, errores
La estrategia es, sin duda, arriesgada. Es verdad que los bancos centrales juegan con una ventaja: tienen más información que nadie. Pero, al contrario que el Papa (es ironía), no están amparados por el dogma de la infalibilidad. De hecho, en los últimos años han cometido errores mayúsculos. Greenspan no vio venir la crisis financiera e, incluso, la alentó con una política monetaria que no era coherente con la situación económica; Trichet, en el BCE, se equivocó cuando elevó dos veces los tipos de interés en plena crisis del euro, mientras que la propia Lagarde se estrenó en el cargo diciendo que el banco central no estaba para sostener las primas de riesgo de los países en dificultades. Pronto tuvo que rectificar. Hay muchos más ejemplos —y ahí están sus errores en el diagnóstico y la evolución de la inflación—, aunque también hay aciertos clamorosos, como cuando Draghi convenció a sus colegas de que solo tumbando los tipos de interés e interviniendo en los mercados se podría conjurar la crisis del euro. O cuando se puso sobre la mesa más de un billón de euros en liquidez para frenar las consecuencias de la pandemia.
Eso sí, con un error añadido: sin discriminación alguna, lo que ha permitido mantener vivas empresas que son auténticos zombis y gobiernos impermeables a cualquier disciplina fiscal. O lo que es todavía más relevante, a la luz de que su mandato principal es la estabilidad de precios: insuflando liquidez en mercados sobrecalentados, como el inmobiliario, con subidas anuales de dos dígitos en muchos países. Aunque en esto se lleva la palma la Reserva Federal, que ha vuelto a estar detrás de una burbuja financiera incomprensible, salvo que el nuevo objetivo de la Fed sea sostener la fortaleza de los gigantes tecnológicos de EEUU.
El último movimiento en Europa, sin embargo, ha sido el más osado. Subir los tipos de interés 0,75 puntos de una sola tacada (antes los había incrementado en 0,5 puntos) supone, lisa y llanamente, que el BCE prioriza la inflación sobre el crecimiento, lo cual puede tener lógica monetaria en la coyuntura actual, pero que puede resultar contraproducente teniendo en cuenta el contexto geopolítico y social.
No van a tener fácil los gobiernos defender los embargos y la política de contención a Putin cuando es el BCE quien alienta el estancamiento
Se trata de un movimiento un tanto atropellado que supone el reconocimiento tácito de un error anterior, como es no haber tenido en cuenta las consecuencias adversas para la estabilidad de precios que tendría haber hecho coincidir en el tiempo las políticas monetarias ultraexpansivas con la existencia de mucho ahorro embalsado a consecuencia del covid, como se ha visto con la recuperación rápida del turismo. Una combinación explosiva que ahora ha estallado con estruendo, como no puede ser de otra manera. Muy probablemente, porque se equivocaron al pensar que el ‘output gap’, la brecha de producción entre el PIB real y el potencial, no estaba todavía cerrada.
No van a tener fácil los gobiernos seguir defendiendo los embargos y la política de contención a Putin cuando es el propio BCE quien alienta el estancamiento económico. Entre otras razones, porque la relación causa-efecto entre subir los tipos de interés y una bajada de los precios energéticos no está tan clara. Lo que sabemos es que las materias primas energéticas han reculado en las últimas semanas, pero el descenso de la demanda tiene más que ver con los bocados que ha dado la inflación al poder adquisitivo de las familias y a la rentabilidad de las empresas que con el efecto real del endurecimiento de la política monetaria, que, además, tarda entre dos y tres trimestres en transmitirse a la economía real (la primera subida fue en julio).
Un problema de utilidad
Es cierto que el BCE actúa sobre el consumo y la inversión subiendo o bajando los tipos, y en esto no hay ninguna duda, pero más complejo es conocer su utilidad cuando la evolución de los costes energéticos no depende directamente de lo que digan los banqueros de Fráncfort, sino de cuestiones geoestratégicas que están fuera de las competencias del BCE. E, incluso, de su conocimiento.
Algunos observadores han visto más problemas. Está acreditado que cuando un banco central sube los tipos de interés lo que hace, entre otras muchas cosas, es exportar inflación, ya que obliga a aumentar a otros bancos centrales a hacer lo mismo si no quieren que su moneda se deprecie, lo que provoca, a su vez, más inflación. El riesgo es, pues, que los bancos centrales entren en una espiral de subidas, que es lo que puede suceder si el endurecimiento de la política monetaria se hace con escaso tiento. Ni que decir tiene que esta dinámica llevaría a la economía global a una recesión.
Hay que normalizar la política monetaria y salir de un escenario absurdo, como son los tipos negativos, pero tal vez no sea el mejor momento
¿Realmente es más útil una subida del 0,75% que una del 0,50%? ¿O es que lo que se pretende es ganar la credibilidad perdida y aprovechar el momento para normalizar la política monetaria? Es decir, matar dos pájaros de un tiro. Precisamente, por tanto error cometido. Probablemente, por lo que Wheeler y Wikilson, dos economistas neozelandeses con amplia experiencia en el Tesoro de su país han llamado «error ontológico», que se produce porque los banqueros centrales han desenfocado la naturaleza del sistema que tratan de controlar, al suponer que la economía es simple y estática, y, por lo tanto, comprensible y controlable como una máquina.
Nada más cierto que hay que normalizar la política monetaria y salir de un escenario absurdo, como es mantener tipos de interés negativos durante una década, pero tal vez no sea el mejor momento. En medio de una guerra y con enormes incertidumbres derivadas de que se trata de un ‘shock’ de oferta y no de demanda.
La coordinación, por lo tanto, es clave en este contexto, pero esta es una condición necesaria, aunque no suficiente. Básicamente porque también los bancos centrales son humanos, y aunque tengan superpoderes, como decidir el poder adquisitivo de los agentes económicos, son rehenes de la geopolítica. Y este es un problema que los gobernadores de los bancos centrales no suelen atender. Sí suelen hacerlo los gobiernos, aunque con más o menos disposición en función de criterios ideológicos, porque se presentan a las elecciones, y de ahí que para el actual contexto se hayan diseñado medidas de política económica encaminadas a sostener las rentas de los hogares y las empresas. Lo que por un lado quitan los bancos centrales, lo dan los gobiernos con políticas fiscales expansivas (aunque sean moderadas o, incluso, neutrales).
Tanta calamidad
Es evidente que medir la importancia de las tensiones geopolíticas a la hora de diseñar la estrategia monetaria no es una tarea fácil. Ningún modelo de predicción macro es capaz de adivinar lo que hará Putin. Entre otras muchas razones, porque no están en condiciones de capturar la amplia gama de ‘shocks’ que soportan economías enormemente complejas. Ni, por supuesto, son capaces de adivinar las múltiples respuestas de los ciudadanos, castigados por el covid y ahora por la guerra, a tanta calamidad. Pero hay razones para creer que una subida agresiva de tipos como plantea el BCE —el mercado apuesta ya porque el precio oficial del dinero se sitúe en el 2,25% antes de primavera, y a eso hay que añadir el margen de intermediación de la banca— puede tener importantes externalidades negativas. No solo en términos económicos en forma de una recesión probablemente innecesaria, sino sociales.
Y esto es así porque el ‘destrozo económico’ provocado por la guerra de Ucrania, como lo han llamado los analistas de CIMD Intermoney, pesa como una tonelada en el ánimo inversor y, en general, de los agentes económicos. Al fin y al cabo, como declaraba recientemente el primer ministro belga, Alexander De Croo, Europa se enfrenta a una desindustrialización por los altos costes energéticos y a un severo riesgo de malestar social debido a la crisis de energía.
Es decir, la economía real es la que puede ahora levantarse en armas ante el verdadero problema de fondo, que no es otro que encontrar soluciones para acabar con la guerra de Ucrania. Un objetivo, por supuesto, que excede de los poderes del BCE, pero que debería pesar más a la hora de instrumentar la política monetaria. ¡Es la geopolítica!, que diría un asesor de Clinton. Claro está, salvo que se quiera aplicar la célebre purga de Benito, a la que se atribuía, como se sabe, efectos benéficos aún antes de ingerirse o, incluso, milagrosos.