Editorial ABC
- Desacreditar las palabras del Rey, como hicieron todos y cada uno de los socios del Gobierno, es una expresión de su obsesión contra quien mejor representa nuestro sistema democrático
Más que previsibles, condicionadas por el sectarismo que los ha llevado a dar la espalda al ‘bien común’ para apostar por la división entre españoles, las valoraciones del mensaje de Navidad del Rey realizadas por los socios del Ejecutivo han puesto de manifiesto no solo el acertado diagnóstico realizado en Nochebuena por Don Felipe, sino el riesgo para la convivencia democrática que representa una coalición parlamentaria de intereses cruzados cuyo único elemento común es la deslegitimación del Estado de derecho y de la Constitución de 1978 y la descalificación sistemática de quien mejor representa nuestro modelo de derechos y libertades. Los representantes de Junts y ERC coincidieron en reprochar al Rey su discurso del 3 de octubre de 2017, en el que no hizo sino reivindicar la ley que el separatismo trataba de doblegar, e incluso el PNV, abanderado de su «nación vasca», calificó de «error» aquella impecable intervención pública de Felipe VI. Sumar tachó de «derechizado» y «decepcionante» el mensaje real y Podemos llegó a referirse al Rey como «máximo representante de la ultraderecha». Estos son los socios del Gobierno, incapaces de hacer suya la llamada a la serenidad del Jefe del Estado, precisamente porque no les interesa. Estos son los socios de un Partido Socialista que en un ejercicio de hipocresía navideña dijo suscribir «plenamente» las palabras del Rey y aseguró a través de su presidenta que el valor del diálogo es «absolutamente imprescindible para alcanzar consensos en lo esencial, más allá de las legítimas discrepancias políticas». No se compadece, sin embargo, el análisis del PSOE con la política que practica un presidente del Gobierno que, lejos de cualquier consenso, interno o externo, comenzó la legislatura con la construcción de un muro cimentado sobre el maniqueísmo y la exclusión, cuando no la persecución, del adversario.
Cabe recordar que el mensaje de Su Majestad a los españoles ratificó de forma inequívoca la adhesión de Felipe VI a la monarquía parlamentaria, entendida como la institución receptora de una legitimación fundacional, no ocasional ni perecedera, indisolublemente unida a la democracia de 1978. Y con esa legitimación de origen, la Corona es hoy la única institución pública que merece ser creída cuando apela al bien común, como hizo Felipe VI hasta en siete ocasiones en su mensaje de Nochebuena. El Rey ocupó su espacio público y no precisamente para hacer una intervención de trámite, sino para dar sentido a su presencia en los hogares españoles en un momento difícil y complejo, dentro y fuera de nuestras fronteras. No fue condescendiente ni paternalista con la tragedia de la dana, porque fue portavoz de «la frustración, el dolor y la impaciencia» que demandan «coordinación mayor y más eficaz de las administraciones». En estas palabras estaba presente el barro de Paiporta, Catarroja y todas las localidades valencianas aún irritadas por la ineficacia del Estado en todos sus niveles para recuperar la normalidad. Y en este contexto de las riadas, Don Felipe reivindicó el bien común y lo hizo no como una palmadita en la espalda a los dirigentes del país, sino como un llamamiento a que «se refleje con claridad en cualquier discurso o cualquier decisión política». La neutralidad del Monarca no es sinónimo de ceguera o de indiferencia. No la hubo cuando accedió al Trono y fue consciente de que la Corona debía asumir imperativamente un programa de medidas regeneradoras, y tampoco cuando el 3 de octubre de 2017 pronunció un discurso histórico, militante por la democracia, la ley y la convivencia frente al independentismo catalán. Y de nuevo Felipe VI dio la talla de su significado constitucional al reivindicar en Nochebuena una forma de hacer política que favorezca «espacios compartidos» y propicie «acuerdos en torno a lo esencial».
Quien quiera darse por aludido, que lo haga, pero este es el sentimiento general de los ciudadanos, que quieren otra forma de hacer política. Don Felipe propuso algo tan sencillo –y tan revolucionario en la actualidad– como seguir el ejemplo del consenso que condujo a la Constitución de 1978 y defender la democracia liberal y el bienestar social, como pilares de nuestra sociedad. Se puede disentir del Rey, e incluso ignorarlo, como hizo Vox con su ruidoso silencio, quizá provocado por la alusión de Don Felipe a la crisis migratoria, pero desde la idea de un bien común que ha de ser el objetivo compartido por todas las fuerzas políticas. Desacreditar las palabras del Rey, como hicieron todos y cada uno de los socios del Gobierno, no deja de ser una expresión de su vocación disgregadora y de su obsesión contra quien, mal que les pese, mejor representa nuestro sistema democrático. Si es cierto que el PSOE suscribe «plenamente» este rotundo e intachable mensaje de Navidad, debería empezar por aplicarlo y aplicárselo.