JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • El desprecio a la ley en nombre del pueblo, la deslegitimación de las instituciones que pueden limitar el poder de las mayorías son llamadas de atención

Nicaragua, Cuba, Venezuela, Irán, Rusia. Bielorrusia, Afganistán colorean de negro el mapa del mundo. La represión, el exilio forzoso, la expulsión en busca de refugio, la exclusión de mujeres y niñas, la cárcel arbitraria, la indefensión y la tortura, la mortificante incertidumbre en la certeza de la represión se apropian de las vidas de cientos de millones de seres humanos sometidos a la autocracia y el totalitarismo. Estamos rodeados de regímenes abyectos que no son solo éstos, los culpables habituales, aunque éstos hayan llevado hasta su máxima expresión la violencia contra el disidente. Y a pesar de la evidencia de que la libertad es un bien escaso, esta idea, movilizadora como pocas frente al dominio ilegítimo del hombre por el hombre, va desapareciendo del horizonte del discurso y de la cultura política colectivas sin que se note.

Como si se tratase de un verdadero jarrón chino, nadie se atreverá a negar el valor de la libertad, pero cada vez parece más difícil incorporarla con sentido a la acción política. Aquella fatídica pregunta de Lenin, «libertad, ¿para qué?», late con demasiada vigencia en el antagonismo excluyente y agresivo que practican los populismos, en la descomprometida negación de la política que define a la tecnocracia, en el culto a la identidad como nuevo tema envolvente del discurso. El iliberalismo socava las bases institucionales de la libertad, mientras la extrema izquierda con su viejo comunismo repintado decreta ‘alertas antifascistas’ para legitimar sus pretensiones antidemocráticas, el desprecio a los procesos políticos regulares y a la deliberación en la que el poder de la mayoría se debe entrecruzar con el respeto a las minorías.

Arrastramos el lastre cultural de la fantasía alumbrada por Rousseau sobre el buen salvaje, el hombre originariamente libre cuya libertad queda corrompida por las instituciones que articulan la sociedad. Ganar la libertad exigiría, pues, seguir el camino inverso de modo que desprendiéndose de las instituciones corruptoras, la libertad reviva. Es fácil identificar ahí el origen de todos los discursos pretendidamente emancipadores, pero la realidad es bien distinta y justamente la contraria. El hombre -el ser humano- no nace libre sino con el derecho inalienable a serlo derivado de su dignidad. De la misma manera que no nacemos hablando, pero sí con la capacidad para hablar. Y se trata de dos propiedades que, siendo de muy distinta cualidad, nos diferencian radicalmente de las demás seres.

Dejemos las leyendas originarias de Rousseau: Son las instituciones las que nos hacen libres: las leyes, los tribunales, la escuela, el sometimiento del poder al derecho, la libertad protegida el consentimiento en forma de voto libre para legitimar la autoridad pública, los frenos y contrapesos a esa autoridad para evitar su desviación hacia la arbitrariedad y la dictadura. Todo esto, es decir, el conjunto de instituciones que hacen posible la libertad, solo encuentra su plasmación histórica en la democracia representativa y liberal que ha sido capaz de integrar y dar cohesión y favorecer el progreso. Las sociedades más prósperas son tan bien las más libres. Pero no es ese el orden.

Hechos como el asalto al Congreso de Estados Unidos muestran los factores de fragilidad de los sistemas democráticos sometidos a tensiones que no hemos conocido en las últimas generaciones. Pero los efectos de la ‘trumpización’ en EE UU tanto como la deriva iliberal en Estados europeos, el éxito del desprecio populista a la ley en nombre del pueblo, la deslegitimación de las instituciones que precisamente por no estar sujetas a las mayorías pueden limitar el poder de éstas, son llamadas persistentes de atención y hay que leer bien esos signos. La autocomplacencia, el ‘aquí no puede pasar’ o la banal tranquilidad de los que piensan que estas cosas son líos de políticos sin impacto real sobre la vida de los ciudadanos han sido en el pasado los mejores aliados de las desgracias que han asolado a las democracias.

Por eso el desinterés en mantener vivo el marco institucional, el único en el que la libertad y los derechos pueden ser ejercidos realmente, es a la vez ingenuo y temerario. El Tribunal Constitucional no da golpes de Estado, ni los jueces son ‘fachas con toga’, las leyes no se hacen para asegurar la impunidad de un grupo de sujetos que pasan de sediciosos a ciudadanos de primera, libres de responsabilidad por actos gravísimos, la Constitución no fue una argucia del franquismo para pervivir con la complicidad de la izquierda cobarde y medio país no tiene derecho a excluir a la otra mitad. Buen propósito -tal vez improbable- para el año que viene: cuidar lo que nos mantiene libres. Aunque parezca lo contrario, la libertad no abunda.