Juan Carlos Girauta-ABC
- «Las represalias no militares del mundo ‘libre’ podrían ser contundentes: echar a Rusia del sistema Swift, que es lo que ruega al menos el Gobierno ucraniano, si es que todavía existe tal cosa cuando lean estas líneas. Pero Alemania, es sabido, depende del gas ruso porque decidió desmantelar sus centrales nucleares»
Me ha llegado un vídeo. Un tanque se desvía de repente en una carretera de Kiev, recién invadida, y acelera para aplastar un coche que pasa por ahí, como el que mata un mosquito. He visto escenas crudelísimas en los últimos años, pero algo en esta, sin sangre visible, me impide ofrecerles el artículo que tenía pergeñado. Y no sé por qué.
En las carnicerías anteriores al siglo XX, el infierno de la guerra era imaginario salvo para los soldados y los civiles que caían. La mayoría de las bajas eran militares; el siglo XX cambió eso. De las dos guerras mundiales hay documentos audiovisuales, pero no es lo mismo que este maldito vídeo. No para mis ojos, que interpretan
la textura de las viejas cintas con distancia. Distancia en el tiempo y, por tanto, frialdad analítica. Sabemos lo que ocurrió y lo que siguió. Vino un nuevo orden mundial que mantuvo hasta finales de siglo el cumplimiento de este principio: las fronteras no se alteran. Salvo en el proceso de descolonización, claro. Nunca como consecuencia de una agresión, y muchísimo menos en Europa. El orden lo garantizaba en última instancia el Consejo de Seguridad de la ONU, cuyos cinco miembros permanentes tenían (tienen, teóricamente) derecho de veto.
Hoy la autocracia agresora preside las sesiones del Consejo de Seguridad. Es más, el ataque que arrasa la legalidad internacional empezó mientras ese órgano estaba reunido y barajaba soluciones diplomáticas. La ONU ya estaba muerta antes, aunque su cadáver seguía insepulto y hacíamos como que vivía. Lo ha enterrado el secretario general Guterres, quien, al saber lo que estaba sucediendo, se soltó por Lennon y le pidió al agresor: «Dele una oportunidad a la paz». Pudo denunciar la canallada, pudo interrumpir el siniestro circo con algún gesto de dignidad, abandonar la reunión, dimitir, gritar algo para la posteridad. Pero citó a John Lennon, nuestra muralla última.
Entre las cosas que ha traído la era digital hay una no menor: todo el mundo lleva una cámara encima. Y todo el mundo está en las redes. Ese vídeo circulará. Y otros mucho peores, más espeluznantes, más truculentos, pero que difícilmente me provocarán el asco infinito, la desesperanza, la brutal certeza de que en estas jornadas de infamia están pereciendo, tras larga agonía, los valores sobre los que se sostenían nuestras democracias liberales. Las concretas democracias liberales europeas, así como la estadounidense y la canadiense. Pero la guerra es en Europa. Es en una capital europea donde el coro infantil, moralizante y feble que seguimos llamando sociedad se encuentra con aquello que los padres de la Europa unida quisieron conjurar por siempre más.
Vuelvo a poner el vídeo y subo el volumen. Están los gritos horrorizados de quien graba -el encuadre agitado lo delata- y de quienes le rodean, casi con seguridad su familia, no está el ambiente en Kiev para reuniones de amigos. Observaban el paso de algunos blindados desde la ventana de su casa. Están los gritos, sí, y los sollozos, y el ataque de nervios. Pero lo que a mí me tiene atrapado, hipnotizado, vete a saber por qué, es el modo en que el blindado se desvía y acelera para aplastar el coche oscuro cuyo conductor, no sé si acompañado, habrá muerto en pleno desconcierto. La manera en que la víctima frena, en vez de acelerar a su vez para escapar al impacto, indica que no puede adivinar las intenciones de su verdugo. Refleja la disposición a someterse, a acatar alguna instrucción del invasor. Acaso no se pueda circular por esta carretera, habrá pensado. Pero resulta aplastado mientras duda. Creo que mi conmoción por ese instante, el del giro del tanque, se explica porque mi cerebro lo ve como una alegoría y un aviso: ese coche es Europa.
Ese coche es la libertad de la que hemos disfrutado, es la creencia de que existen líneas infranqueables, la convicción de que nuestra seguridad está protegida. Ese coche es la Unión Europea con sus condenas verbales. Las dudas sobre la intención del tanque, el hecho de frenar, son las de los mandatarios continentales, con sus valores de pacotilla, dando largas al presidente Zelenski cuando llama solicitando ayuda. Sí, el excómico del que se mofaban en los gabinetes es el único hombre de verdad porque traduce sus valores en actos palpables, como, por ejemplo, no huir de su país pudiendo hacerlo. Y resulta que los veintisiete mandatarios eran un elenco de malos actores. Los reyes del bla, bla, bla. No mueven un dedo, no hacen nada específico para ayudar a Ucrania, el país que se creyó la libertad en la que yo ya no podré creer si sale de la boca de cualquiera de esos payasos. Porque los nietos de las víctimas del Holodomor aspiraban a unirse a la UE y lo que obtuvieron fue sangre y fuego, un referéndum bufo de independencia y la pérdida de Crimea. Luego se han querido unir a la OTAN y lo que han cosechado es una invasión militar en toda regla, con toma de la capital. En plena Europa. En nuestro siglo.
Las represalias no militares del mundo ‘libre’ podrían ser contundentes: echar a Rusia del sistema Swift, que es lo que ruega al menos el Gobierno ucraniano, si es que todavía existe tal cosa cuando lean estas líneas. Pero Alemania, es sabido, depende del gas ruso porque decidió desmantelar sus centrales nucleares. Gracias, verdes. Felicidades, Merkel, gran estadista. Que se callen al menos. León Felipe: «Yo no sé muchas cosas, es verdad, / pero me han dormido con todos los cuentos… / y sé todos los cuentos».
Terminada esta pieza, leo que el conductor del coche aplastado ha salvado la vida milagrosamente. ¿Podemos también nosotros esperar un milagro?