Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli

España es un boxeador sonado que no sabe dónde le dará el próximo golpe de la incesante lluvia circular de puñetazos. Abrumado, sobrepasado, machacado, no entiende lo que está pasando. Es la reacción más extendida al proceso del robo de nuestras libertades y nuestro país en nuestras propias narices: “esto no me puede estar pasando a mí”; “imposible, somos una de las mejores democracias del planeta según los rankings de calidad”, dicen los que buscan consuelo en los informes imaginarios mientras se empeñan en ignorar la gran falla de la Constitución de 1978que no existe ningún procedimiento -impeachment, destitución, juicio parlamentario- para impedir la traición del propio gobierno.

Esto no me puede estar pasando a mí

Veamos por ejemplo una reacción judicial típica a la amenaza del lawfare, que de pesadilla imposible –“esto no puede pasar aquí, somos Europa y no Venezuela”- se ha convertido por gracia de Sánchez en espada de Damocles en manos de Junqueras, Puigdemont y demás golpistas. Dicen algunos jueces muy estimables que la Ley les prohíbe asistir siquiera a las comisiones parlamentarias que pudieran convocarse para obligarles a justificar sus sentencias y, en su caso, exigir su cabeza. Sale el triministro Bolaños a sosegarles y, en vez de alarmarse más, se tranquilizan invocando la literalidad de la ley. Como si esta no pudiera cambiarse con una simple votación en el Congreso que alumbre una bonita Ley de Lawfare.

La Constitución, ya muy tocada por el control político de la justicia y otro atropellos, quedó definitivamente en papel mojado cuando el Constitucional sentenció que el Gobierno se la había saltado con el segundo estado de alarma de la pandemia, y simplemente pasó que nada pasó: saltarse la Constitución sale gratis si eres el Gobierno. La oposición celebró la victoria moral -especialmente Vox como parte denunciante- pero no supo aprovechar la ocasión para cambiar las reglas.

El desprecio de la legalidad y el delito impune se transforman allí y aquí en modelo de convivencia democrática, como proclama la futura Ley de Amnistía.

Una meritoria comisión de eurodiputados visita Cataluña para informarse de primera mano de los estragos de la inmersión lingüística escolar impuesta por el separatismo. Pero su mayor sorpresa es averiguar que las sentencias judiciales que ordenan un 25% mínimo de español en las aulas catalanas, o que condenan a los centros que las ignoran, se incumplen sin que pase absolutamente nada. Al contrario, el desprecio de la legalidad y el delito impune se transforman allí y aquí en modelo de convivencia democrática, como proclama la futura Ley de Amnistía. ¿Qué pueden hacer las instituciones europeas por un país donde el Estado de derecho es una ficción que los gobernantes manipulan a placer, el imperio de la ley y la igualdad jurídica motivos de chistes en los lavabos de los juzgados, la independencia del poder judicial un animal mitológico?

La cesión socialista de la alcaldía de Pamplona a los herederos de ETA causa una gran conmoción: “no se podía saber”, “no esperábamos que fueran capaces de esto”, “¡hasta aquí hemos llegado, ahora se van a enterar!” ¿Cómo es posible hablar de un “pacto encapuchado” entre Sánchez y Bildu, y pensar al mismo tiempo que no tendrá estas consecuencias? George Orwell llamó a ese proceso mental de afirmación y negación simultánea “doble pensar”: en España ha pasado de aberración distópica a pan nuestro de cada día.

Por motivos que merecen reflexión aparte, la llamada derecha lleva creyendo desde 1976 que la españolísima Navarra, y Pamplona como símbolo y representación, eran una plaza fuerte segura contra el remoto separatismo vasco. Pero si al inicio de la Transición este era muy minoritario en el viejo reino, han bastado 45 años de ceguera, abulia y desidia, unidas a cambios generacionales perfectamente previsibles (la nueva generación matando simbólicamente al padre requeté) para abertzalizar gran parte de Navarra. Gracias a Sánchez, pueden casi tocar su viejo sueño de Hego Euskalherria, las cuatro provincias formando una comunidad política separada del resto de España en la Confederación de republiquetas ibéricas a la que nos dirigimos a golpe de hechos consumados.

¿Vamos o no vamos a la guerra?

Sánchez aprovecha un viaje protocolario a Israel para insultar a este país, víctima reciente de un salvaje raid terrorista, acusándolo de genocida y simpatizando con Hamás: “no es posible, es una temeridad”, “la política exterior no se improvisa así”, dicen los enterados, como si el responsable no fuera conocido y como si su parroquia y socios no fueran reputados antisemitas, proterroristas y rabiosos antiliberales. ¿Qué le importa el estupor del mundo si amarra votos en casa?

Los diplomáticos son invitados a emular a jueces y fiscales protestando contra la deriva inconstitucional del gobierno, pero son una élite responsable y optan por un leve maullido de queja. A los pocos días obtienen su recompensa: Sánchez los sustituye por aficionados de su plena confianza en estratégicas embajadas e instituciones. Misión cumplida y España bien servida, dirían los clásicos.

Las cosas se tuercen en el estratégico mar Rojo por los ataques hutíes (chiitas de Yemen que apoyan a Hamás y trabajan para Irán atacando Arabia Saudí) a barcos occidentales. Estados Unidos convoca una coalición naval defensiva. España, dice el gobierno, no decidirá nada por su cuenta, pero aportará barcos si lo deciden la OTAN Europa. La opinión interesada respira aliviada -¨¡no a la guerra!”- o queda desconcertada: “¿Pero vamos o no vamos?”. Pero es solo que Sánchez vuelve a burlar la Constitución evitando pedir la aprobación parlamentaria mediante un subterfugio que le permite mantener o retirar a la Armada sin parecer el responsable. Y así pasan los días: cada nueva maldad tapando la anterior, cada escándalo adicional abrumando más a los ya escandalizados.

La ley de Amnistía no serviría para satisfacer el chantaje incesante de los beneficiados y Sánchez podría caer de su pedestal blindado. No sería poca cosa

El TJE -nadie espera nada del Constitucional- podría parar la Ley de Amnistía anulando las partes que afectan a la corrupción y el terrorismo. En tal caso, la ley no serviría para satisfacer el chantaje incesante de los beneficiados y Sánchez podría caer de su pedestal blindado. No sería poca cosa. Pero ante la eventualidad debemos preguntarnos qué haría el perjudicado. Y, saben, para alguien al frente de una coalición que deroga la Constitución, amenaza a los jueces, se salta el control parlamentario, coloniza todas las instituciones (incluyendo las presuntamente privadas, de Indra Telefónica) y el largo etcétera, un dictamen de un tribunal europeo puede no significar nada ni cambiar nada. ¿Acaso enviará la UE una versión democrática de los Cien Mil Hijos de San Luis? Al boxeador sonado se le acaba el tiempo: ya está besando la lona y suena la campana.