Ignacio Camacho-ABC
- Primero llegaron los buscavidas de medio pelo, luego los traficantes de influencias y después los tiburones financieros
En el principio fue el verbo… robar. Las investigaciones judiciales sobre las tramas del sanchismo están revelando que la corrupción no fue una tentación sobrevenida sino un objetivo planificado. Antes de la moción de censura, Cerdán y su socio ya trajinaban contratos en el ámbito regional navarro, y Leire Díez figuraba entre los contactos que utilizaban en ciertos trabajos. Cuando Sánchez llegó al Gobierno –o lo tomó, como diría Pablo Iglesias, por asalto– ampliaron presuntamente el tinglado en la SEPI y utilizaron a Koldo para abrirse paso en el departamento de Ábalos. Ése era el distinguido grupo fundacional en que Pedro se apoyó tras su defenestración para recuperar el liderazgo, con el que recorrió toda España en coche sin enterarse, el pobre, de la clase de gente que llevaba a su lado. Quizá porque en sus largos trayectos se entretenían en complejos debates sobre la responsabilidad weberiana o las doce categorías del entendimiento kantiano.
Luego, el poder atrajo a los habituales listos que saben situarse en los pasillos y los despachos de los ministerios por donde circula el dinero. Llegaron los comisionistas con olfato para pescar en el río revuelto de la alarma pandémica intermediando en ciertos rescates de altos vuelos, y tras ellos los traficantes de influencias, los lobistas energéticos, los consultores especializados en legislación regulatoria con ‘acento’, los expertos en la captación y gestión de fondos europeos. Y por último aparecieron los nuevos marcopolos de rutas chinas y los tiburones al acecho de grandes negocios financieros para constituirse en el brazo capitalista del partido ‘de progreso’. El Ejecutivo los desembarcó en compañías de interés estratégico –como Telefónica o Indra, cuyo presidente, que almuerza en Moncloa con Zelenski, pretende absorber su propia empresa familiar fijando el precio– para controlar trascendentales operaciones de tecnología y de armamento.
Entre todos se han ido repartiendo los réditos de gobernar en el sacrosanto, intocable nombre del socialismo. Unos, los menos exquisitos, mediante el viejo y zafio cohecho en las licitaciones de servicios, las mordidas en obras públicas y el ‘pitufeo’ en las facturas de gastos en efectivo. Estos están o van a acabar pronto en presidio, atenazados por el dilema entre colaborar con la justicia para rebajar penas o mantener un disciplinado mutismo por lealtad al partido. Los otros viven mucho más tranquilos, protegidos en la sofisticada estructura de firmas con multimillonarios balances de beneficios. Es la diferencia de actuar en niveles distintos del escalafón institucional y administrativo; hay quien se pringa en las cloacas y quien disfruta del confort de los últimos pisos de sedes de prestigio. Y los ciudadanos tienen serios motivos para dudar si los políticos se han vuelto ladrones o son los ladrones quienes se han convertido en políticos.