Carmen Martínez Castro-El Debate
  • Cuando García Ortiz despliega ante el Supremo todos los atributos de su autoridad como fiscal general no busca su absolución personal sino plantear un órdago institucional. Le está diciendo al Supremo «atrévete a condenarme»

Cuando toque reparar los numerosos boquetes que Pedro Sánchez está dejando en nuestro sistema institucional una de las primeras tareas será establecer las cautelas necesarias para que nunca más pueda ocurrir que un fiscal general del Estado se permita la afrenta de mantenerse en el cargo a pesar de estar sometido a juicio.

Lo que estamos viendo estos días en el Tribunal Supremo va mucho más allá del proceso a un personaje menor que nunca debió haber llegado a tan alta magistratura. Álvaro García Ortiz merecería ser condenado, aunque solo fuera por su incompetencia supina. Como se ha acreditado en el juicio, hasta un jefe de prensa fue capaz de intuir las consecuencias penales de los excesos en que incurrió el fiscal general del Estado en su batalla por ganar el famoso relato.

Pero lejos de escarmentar, sigue empeñado en el error y ha afrontado este juicio como una nueva batalla política en la que su defensa pone menos empeño en los argumentos jurídicos que en las diatribas contra el novio de Ayuso, contra el jefe de gabinete de Ayuso o contra el mismísimo Tribunal Supremo por atreverse a procesar a todo un fiscal general convertido en el brazo tonto del sanchismo.

Si Álvaro García Ortiz fuera inteligente nunca se hubiera entrampado en unas gestiones de apparatchik de medio pelo que le han llevado al banquillo, tampoco se hubiera empeñado en mantenerse al frente de la Fiscalía para provocar el tremendo pulso institucional al que estamos asistiendo. Si se tuviera a sí mismo por algo más que un soldado de Sánchez jamás hubiera permitido que su defensa intentara organizar un juicio político paralelo para menoscabar la independencia de criterio del tribunal.

Pase lo que pase con la sentencia, este juicio ya se ha convertido en un compendio de todos los destrozos que el sanchismo ha traído a nuestra convivencia. Ha quedado sobradamente demostrada la ocupación descarada de Fiscalía y su falta de neutralidad institucional. También hemos asistido a los destrozos que la polarización está llevando a todos los rincones de nuestro tejido social; fiscales y periodistas han exhibido en público tal navajeo cainita y tal fervorín militante que algunos hemos tenido nostalgia de aquellos tiempos cuando el denostado corporativismo protegía a los profesionales de este sectarismo suicida.

Se ha dicho hasta la saciedad que la negativa de García Ortiz a presentar su dimisión tritura los más elementales principios de ejemplaridad pública y arrastra la dignidad de la fiscalía a un deterioro sin precedentes. Todo ello es cierto, pero no es lo peor. Si García Ortiz no ha dimitido es porque Pedro Sánchez está utilizando su brazo tonto para echar otro pulso a la Justicia. Cuando García Ortiz despliega ante el Supremo todos los atributos de su autoridad como fiscal general no busca su absolución personal sino plantear un órdago institucional. Le está diciendo al Supremo «atrévete a condenarme».

Sea cual sea la decisión del Tribunal será probablemente dividida e inevitablemente polémica. Eso ya no tiene arreglo. De momento queda para la historia la intervención de la abogada del Estado, cuya descalificación del Supremo estuvo al nivel de la que realizaron en su día los golpistas catalanes. Si lo que vimos entonces fue un ataque a la unidad de España, lo que estamos viendo ahora es un ataque a sus instituciones democráticas desde el corazón mismo del sistema. Algo mucho más peligroso, aunque sus protagonistas sean una colección de mediocridades.