Jorge de Esteban, EL MUNDO 06/12/12
Nadie duda de que España atraviesa una situación crítica y arriesgada, en la que nos jugamos el futuro como Nación. La cara de la moneda que más se ve es la económica, pero la otra, la que muchos no quieren ver, es la política. Y, sin embargo, es la más importante, porque la política es el factor determinante de la economía. Semejante afirmación conviene recordarla especialmente en el día (políticamente brumoso) en que celebramos los 34 años de la vigente Constitución. Existe un axioma en el constitucionalismo mundial, verificable empíricamente, y que consiste en que las constituciones que duran son aquellas que se reforman. Una constitución que con el paso del tiempo no se reforma es claro que no obliga más que teóricamente y, por tanto, sólo puede significar que no sirve para nada y que el proceso político se desarrolla fuera de ella. Por el contrario, las constituciones que perduran, vinculando a gobernantes y a gobernados son las que se reforman, las que adaptan al paso del tiempo y a las necesidades de la sociedad. Entre las constituciones vigentes hoy en países democráticos, las dos más antiguas son la de EEUU de 1787 y la de Noruega de 1814. Si ambas han logrado superar los doscientos años de vida y siguen siendo vinculantes, se debe a que han sido reformadas en numerosas ocasiones. Otras más jóvenes, pero con una antigüedad de 50 o más años, también han perdurado porque se han llevado a cabo numerosas reformas.
En lo que se refiere a nuestra Constitución, la situación es enormemente curiosa. Se ha reformado, podríamos decir que oficialmente sólo en dos ocasiones: la primera, obligada por la firma del Tratado de Maastricht, que forzó a modificar levemente el artículo 13, a fin de que pudiesen votar y ser elegidos en las elecciones municipales los residentes comunitarios en España. Y la segunda, en agosto de 2011, para introducir en el artículo 135 la necesidad de contener el déficit, siguiendo los consejos de las instituciones europeas. En ambos casos la iniciativa de la reforma vino de fuera, por lo que cabe sostener que una reforma constitucional verdaderamente autóctona no se ha producido todavía de forma regular. Y digo regular, porque sí ha habido varias reformas de la Constitución por unas vías completamente anómalas, debiéndose hablar mejor de una mutación que de una reforma. En efecto, una reforma consiste en la modificación de la Constitución, según los procedimientos reglados en ella, y es una mutación, cuando se trastoca su contenido sin usar tales procedimientos. Sea lo que sea, el hecho es que se ha retorcido el sentido original de nuestra Constitución y ya no es la misma que los españoles aprobaron en un día como hoy hace 34 años.
Entre esas reformas heterodoxas o mutaciones, que han cambiado el sentido originario de nuestra Carta Magna, aunque hay varias más, sobresalen especialmente dos. La primera es la de 1984, cuando se cambió el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Como se recordará, en lugar del sistema que establecía el artículo 122 para elegir a 12 de los miembros del CGPJ en representación de los jueces y magistrados, los cuales tenían que ser elegidos por ellos, se dispuso que los 20 miembros que lo componen fuesen elegidos por las Cortes. Esta modificación no era baladí, porque las consecuencias fueron enormemente graves. De nada sirvió que se recurriese por inconstitucionalidad manifiesta ese cambio ante el Tribunal Constitucional. Pues éste, en una sentencia pastelera, dijo que ambos sistemas eran constitucionales, aunque el mejor era el primero, el original. Parecía que por fin se iba a dar marcha atrás en esta cuestión, con la victoria del PP. Sin embargo, el actual ministro de Justicia, empeñado en pasar a la historia como uno de los más controvertidos de la democracia, no ha tramitado todavía, como prometió hace un año, la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, para restablecer la plena constitucionalidad de la elección de los miembros del CGPJ.
La segunda mutación que ha sufrido la Constitución es la del Título VIII, que regula la organización territorial del poder. Hasta 2004 el Estado de las Autonomías funcionó de forma aceptable. Aznar, aun con concesiones a Cataluña, trató de equilibrar, desde el punto de vista competencial, a las diferentes comunidades autónomas, pero a pesar de sus buenos deseos, como reconoce en sus memorias, no cerró de forma definitiva el diseño del Estado autonómico. Este fallo lo aprovecharían tanto los nacionalistas vascos (sin éxito alguno), como los nacionalistas catalanes (con demasiado éxito inicialmente). La puerta que conducía al Estado de las Anomalías quedaba abierta y en poco tiempo se iba a entrar en trompa. Ya he dicho otras veces que el gran defecto de nuestro modelo de Estado es culpa tanto de la Constitución, en su desastroso Título VIII, como de la Ley Electoral. Por una parte, la Constitución reconoce como la base de la descentralización de nuestro Estado el llamado principio dispositivo, que consiste en que las diferentes regiones podían, si así lo querían, acceder, en primer lugar, a la autonomía. Y, en segundo lugar, podían, una vez que hubiesen accedido a ella, y en los casos normales después de cinco años, asumir todas las competencias posibles, incluso aunque fuesen competencias exclusivas del Estado, según lo señalado en los artículos 148, 149 y 150. Esta posibilidad de ir aumentando sus competencias, en detrimento de las del Estado, no tenía por qué significar un adelgazamiento excesivo de la supremacía del Estado central, sobre las comunidades autónomas. Pero lo que sucedió fue precisamente lo contrario, gracias a la Ley Electoral, que permite que los partidos nacionalistas estén representados de forma abusiva en el Congreso de los Diputados, en lugar de estarlo sólo en el Senado que es la Cámara que se creó, aunque no sea así, para que estuviesen presentes las diferentes comunidades autónomas, incluso a través de partidos nacionalistas. Sea como fuere, la combinación de ambas circunstancias, el principio dispositivo y la presencia de partidos nacionalistas en el Congreso ha convertido el Estado de las Autonomías en un caballo desbocado.
UN PRIMER intento de apropiación de las competencias que el Estado no puede ceder para seguir siendo Estado fue el llamado Plan Ibarretxe que pretendía que se aprobase un Estatuto que convertía de hecho a la Comunidad Autónoma vasca en otro Estado. Afortunadamente naufragó en su presentación ante el Congreso de los Diputados. Sin embargo, vino otro segundo intento, alentado de forma suicida por Zapatero, que triunfó a medias, puesto que el Estatuto que aprobó el Parlamento catalán, como si fuese un Parlamento constituyente, fue rebajado en alguna medida por el Congreso y más tarde por el Tribunal Constitucional, que no tuvo arrestos para declarar el Estatuto inconstitucional en su conjunto y no sólo en parte como hicieron. Con el Estatuto catalán recortado, con los Estatutos de otras comunidades autónomas que le siguieron y copiaron, el Estado de las Autonomías se ha convertido en un Estado que pone al descubierto, en una situación de crisis económica de enorme gravedad, sus tres mayores defectos que le convierten en inviable. En primer lugar, es un Estado disfuncional por la complejidad asimétrica de las diversas comunidades autónomas. De Gaulle decía que gobernar un país como Francia, con más de 300 variedades de queso, era muy difícil. En España tenemos la misma variedad de quesos y encima 17 legislaciones diferentes, que rompen la unidad del mercado y lo complican todo, por lo que el Estado de Autonomías no es que sea difícil de gobernar, es que resulta imposible. En segundo lugar, es un Estado elefantiásico con cientos de organismos y cargos políticos, que cuestan una fortuna y favorecen la corrupción porque no existe un control único y nacional. Y, por último, es desigualitario, porque establece diferencias entre los españoles.
La consecuencia es que no podemos seguir así y es urgente modificar la Constitución, mediante una reforma constitucional y no mediante la mutación que nos conduce a situaciones como la de Cataluña, donde ya no rige la Constitución. Por eso, cuando se afirma con frecuencia que nuestro Estado está más descentralizado que uno federal, se está confesando sin querer, que tenemos un Estado aberrante, porque el máximo de descentralización para que un Estado funcione es el que ofrece el federalismo clásico. El que quiera entender, que entienda.
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.
Jorge de Esteban, EL MUNDO 06/12/12