EL MUNDO – 15/07/16 – JORGE BUSTOS
· Ayer en Valladolid, camino del restaurante, Arcadi Espada formuló en el coche la más terrible de sus sentencias terribles: «Lo que más miedo me da de las terceras elecciones son las cuartas». En efecto. Del mismo modo que reconocer el derecho de autodeterminación de un territorio del Estado extiende de suyo ese pretendido derecho a las comarcas incómodas en ese mismo territorio –el Valle de Arán respecto de Cataluña, por ejemplo, o Escocia en un Reino Unido autoexiliado–, la posibilidad misma de las terceras elecciones, que como su nombre indica sucederían a las segundas, que como su nombre indica sucedieron a las primeras, amenaza con retrotraer a España al entrañable bucle tragicómico del siglo XIX, solo que con urnas frenéticas en el papel de espadones a caballo hollando el Parlamento cada dos años.
Demasiados articulistas han sobado ya la repetición marxiana de la tragedia como farsa, pero ¿qué pasa cuando es la propia farsa la que se repite? Tan solo que el género avanza un estadio más y se precipita hacia el esperpento. Nada tan español, hay que reconocer Valle mediante, ni menos civilizado. El grotesco espectáculo que la partidocracia española está dando al mundo solo podría encontrar redención por el arte, en las novelas de sátira política que no tenemos tiempo de escribir, o por el turismo, en los recorridos para guiris procedentes de democracias asentadas a los que se mostraría el plató rotundo del No, el sagrado despacho del Sí y el inverosímil restaurante de la Abstención. Spain is different otra vez. Y una tapita de jamón.
España vuelve a ser una corrala como en el Siglo de Oro, una comedia que proscribe la realidad porque la odia, porque no quiere pagar el precio de su asunción. Hay tres soluciones al bloqueo político: que Rajoy se vaya, que Sánchez se abstenga, que Rivera cambie la abstención por el apoyo. Opción esta última que con todo el dolor de su alma –y la grandeza de su pragmática vocación– debería ser la anunciada a la vuelta de agosto como mucho. Pero ninguno quiere bajarse de las tablas mientras dure la función, porque mientras dura no hay que volver a mezclarse con el respetable al que tan poco respetan y por el que son menos respetados cada vez.
Iba uno a Valladolid a hablar de la Transición, y a constatar con la negra nostalgia de lo no vivido que, si entonces fue España al fin distinta de sí misma gracias al miedo racional a repetir la tragedia como tragedia, hoy España chapotea en la frivolidad sin amenazas de una seguridad desmemoriada. No es que el consenso de la Transición haya caducado: es que muere de éxito. Triunfó en su propósito de generar una convivencia próspera y en paz, y ese logro inverosímil ha narcotizado a políticos y votantes hasta arrebatarles el temor a la regresión de la que venimos. No caeré en la jeremiada de vaticinar fratricidios de otro tiempo, pero cualquiera advierte que se ha perdido la gravedad de la política como praxis común y se ha impuesto el juego de poder más paleto, mezquino y palomitero: el calculado compadreo de la propia supervivencia y de la puta posturita telegénica.
El miedo activó el pistoletazo de la evolución: Freud razonaba que la civilización comenzó el día en que el primer homínido eligió la huida en lugar del enfrentamiento. Pero ningún resorte productivo deja el miedo cuando es sustituido por el ridículo. En las terceras elecciones meteremos en la urna una foto de Moscovici. En las cuartas ya, una muñeca hinchable.
EL MUNDO – 15/07/16 – JORGE BUSTOS