ESTEFANÍA MOLINA-EL PAÍS

  • Los grandes partidos se encuentran en una deriva de alejamiento y utilización de las instituciones para dañarse mutuamente que puede acabar quebrando la confianza de los ciudadanos en el sistema

El germen del revanchismo está metido hasta los tuétanos de la política española actual, y el principal riesgo es normalizar el clima a ojos de la ciudadanía, bajo la creencia ilusoria de que ello siempre funcionó así en nuestro país. No hay que confundir el turnismo que caracterizó a los dos principales partidos desde la Transición, con las pulsiones de revancha que empiezan a brotar entre el PSOE y el Partido Popular. Ese cainismo es fruto de la polarización entre el bipartidismo, aunque no solo se aprecia ya en la batalla política. También se traslada a los pilares del Estado, con los riesgos que ello entraña para nuestra democracia.

El síntoma más llamativo es el obsceno periplo para renovar los órganos constitucionales. Es decir, instituciones que basan su credibilidad en no actuar como un ariete del juego político. Fiscalizan a los poderes públicos (Tribunal de Cuentas), ejercen control de legalidad (Tribunal Constitucional), velan por los derechos fundamentales (Defensor del Pueblo), o pueblan la jerarquía del sistema judicial (Consejo General del Poder Judicial). Sin embargo, el papel de árbitro de algunas de ellas está más cuestionado que nunca, evocando la imagen de otro ring más de la lucha política descarnada.

Primero, porque PP o PSOE las instrumentalizan ahora para cobrarse venganzas, o declarar una simbólica guerra de posiciones como correa de transmisión de la arena del Congreso. Véase el nombramiento de la fiscal general Dolores Delgado, exministra del PSOE, en mitad del bloqueo inconstitucional del PP a un CGPJ de mayoría conservadora. O la propuesta hecha por los populares de un perfil como el de Concepción Espejel para el Constitucional. Es un trato que el Gobierno encaja de forma desesperada, esperando renovar así la cúpula del Poder Judicial.

Dichos ejemplos afloran las diferencias entre el revanchismo actual y el turnismo clásico. No se trata ya de que PP o PSOE pongan su cuota de candidatos en los órganos como en el modelo tradicional. Este no era perfecto, al hacer público y notorio el acuerdo mutuo, no sin recelo ciudadano por la sombra de la politización. Su máxima impugnación llegó durante el 15-M. Se denunciaba que el bipartidismo era de fondo lo mismo, que se peleaban en público pero que se protegían entre ellos repartiéndose el Estado en los despachos.

Aunque el viejo paradigma actuaba como una suerte de mal menor. Funcionaba gracias al entendimiento tácito entre los dos grandes, en la aceptación mutua de sus espacios de influencia. No impedía de fondo el pluralismo, ya que PP y PSOE aglutinan amplias sensibilidades sociales. Sus candidatos designados se han venido desmarcando incluso del cliché de progresista conservador votando en sentido distinto. En adelante, la elección de Espejel o Delgado podría llevarlas a ser recusadas en causas que afecten a PSOE o PP, respectivamente.

En segundo lugar, ese revanchismo corre el riesgo de desembocar en una peligrosa democracia de facciones excluyentes, si anida en la arquitectura constitucional. Esto es, un diseño donde las instituciones pudieran favorecer a una de las partes, laminando la legitimidad del adversario.

Ejemplo es la reforma del CGPJ. Ni el globo sonda de PSOE y Unidas Podemos en 2020, sobre renovar el órgano en segunda vuelta con mayoría simple, ni la propuesta del PP, sobre la participación de los jueces, proyectan neutralidad. La primera, porque normaliza el toma y daca. Cuando gobernara la izquierda, pondría a los suyos junto a los socios independentistas. Cuando lo hiciera la derecha, viceversa. La segunda, porque en España sigue planeando la tesis de un sesgo conservador de la judicatura.

La semilla de todo este cainismo incipiente enraíza sobre la profundidad del enfrentamiento político. Nunca PP y PSOE estuvieron más alejados por un período tan prolongado de tiempo. Sus rivales tiran hacia los extremos, haciendo que la pugna entre populares y socialistas no sea sólo en términos ideológicos, o de las leyes que se aprueban. También existen recelos en cuanto a los consensos de Estado. Eso imposibilitó el diálogo para una cuestión como la marcha del rey emérito de España, de la que Pedro Sánchez no informó a Pablo Casado, quizás por temor a Unidas Podemos.

Pese a que el revanchismo sea cosa de dos, el tablero está inclinado por el PP en su largo bloqueo del CGPJ. Ello ha dado lugar a un imaginario en la izquierda sobre que la derecha desea retener una esfera de poder a través del aparato judicial. A saber, parte de la estrategia de populares y Vox es llevar la obra del Gobierno de coalición a los tribunales. La política entendida como anulación de todo legado anterior. Pero si la izquierda se revuelve escalando el envite institucional, sólo deslegitimará su posición a ojos de la ciudadanía.

A la postre, los principales riesgos del revanchismo trasladado a los pilares constitucionales son el hastío, el alejamiento, hasta el enfado de la calle. Qué respuesta tendrá la clase política para un ciudadano que desee recibir la eutanasia, si se declarara inconstitucional por el Constitucional, ante este panorama. El sentimiento de injusticia hecho paradigma, el enfrentamiento político agravando la desconfianza en el Estado. O incluso peor: los ciudadanos, como los políticos, en un bucle de sed de revancha, o presos del nihilismo, desconectados.